Die Wald
¿Ciudad o campo? No veo la necesidad de disponer de argumentos muy sólidos para emprender un debate entre dos mitos contrapuestos como el de la ciudad y el campo, y las diferentes maneras de vivirlos. Bastaría reconocer la propia disputa interna, o la fragilidad postmoderna con la que construimos relevancias y artificios sobre nuestros mundos. El altercado entre ambos mitos me despierta curiosidad desde la infancia, pero permita el lector aclarar mi actual situación respecto a ambos antes de entrar en esta pelotera. Vivo desde hace cinco años en SC, plácida población situada a unos 50 kilómetros de Barcelona, en un valle acomodado entre la cordillera del Montseny y la barrera del Montnegre. Antes viví en Madrid, en Barcelona, e intenté hacerlo en Oviedo y Londres con desigual fortuna. He viajado bastante por esos mundos de dios, aunque parece que mi nueva disposición laboral frena los ritmos. Circulo a diario, casi siempre en tren, los 50 kilómetros que separan el Museo en el que trabajo de la casa familiar. El firmamento que hospeda mis infancias y cierra este retrato precipitado abarca desde un pueblo perdido en la cuenca minera del Nalón hasta la Costa Brava mediterránea, pasando, como ya dije, por la calle Fuencarral de Madrid y el ensanche barcelonés. No creo que esté de sobra apuntar que el trasiego entre ciudades y pueblos acabó por forjarme una identidad apátrida, marinera, transeúnte, con cierta propensión a las nostalgias y las hipocondrías afectivas.
Pero dejemos a un lado la primera persona, interlocutor inevitable en el periodismo buzo, y afrontemos con curiosidad más o menos erudita el conflicto que nos ocupa. ¿Ciudad o campo?¿Vida rural?¿Trasiego cosmopolita?¿Cemento y agitación?¿Sosiego natural? La Civitas es el lugar de la vida civilizada dice la tradición europea. Mientras que en los entornos naturales vive el bárbaro. Cuando Nietzsche recrea la leyenda de Midas, revela a través de Sileno el Pensamiento Trágico del hombre moderno: el profundo dolor y padecer por la pérdida de la unidad del hombre con la naturaleza. La vida del ciudadano civilizado es un sin sentido, hubiera sido mejor no nacer a la civilización, viene a decir el mito rescatado por Nietzsche. Un mito que permanece en el subconsciente colectivo europeo casi como arquetipo. Algo originario se encuentra en la vida junto a la naturaleza, algo que en la ciudad se ha perdido. Un mito obsesivo en la cultura occidental, un camino de conocimiento del yo a través del otro. El salvaje rural es el individuo ob-scena, fuera de la escena civilizada. Es un Otro que ejerce un fuerte poder de seducción sobre el ciudadano. Es bienhechor de un gran secreto: es el que revela los métodos arcanos que hacen al hombre comulgar con la naturaleza, descifrar los misterios, escuchar los silencios. El hombre civilizado es, sin embargo, un hombre domesticado frente al “hombre originario”, frente al obsceno salvaje.
De alguna manera el ciudadano occidental busca una Arcadia en ese paisaje original.
“Arcadia es la tierra sin ciudades, de montañas y bosques vírgenes”. Recuerda Jon Juaristi en su tratado sobre los mitos fundacionales (El bosque originario. Taurus, 2000). “En el imaginario mítico, los arcadios son pastores que viven en chozas, alimentándose de bellotas, o bien licántropos, hombres-lobo que sólo comen carne de las presas que matan. Los atenienses, por el contrario, consumen alimentos cocidos: tortas y pan”. El pan define de alguna manera el quehacer cívico frente al acto barbárico, indaga Juaristi. Pan de centeno, pan de soja, pan trenzado, pan blanco, pan con pasas, pan comino, baguette campesina, tostas de pan, pan bola, pan con frutos secos, pan muelle, pan con cereales, pan pandereta, pan flauta, pan pandero…
SC es una población con pocos atractivos. El edificio de La Rectoría Vieja, un célebre Restaurante con estrellas de la Guía Michelin, la fachada renacentista de la Iglesia, los restos románicos, las crónicas de la Guerra con el francés, …poco más. La mayor de las virtudes de SC es su situación geográfica, a medio camino de todo. Es una población de paso entre el norte y el sur, pero también entre el este y el oeste. Enclave comercial de la comarca, los comercios tienden al suministro de mercancías que abastezcan a los clientes esporádicos, o a los fieles que viven alejados del núcleo principal. SC es además, un enclave loado por excursionistas y viajeros con mochila, pues es el punto de inicio de una de las más largas rutas forestales de gran recorrido, la famosa GR5. Los lugareños son afables pero nada indigestos. La cercanía a Barcelona, a Girona, a Vic, hace de los habitantes de SC pobladores de una provincia de nadie, de una identidad que se enlaza con lo natural más que con lo histórico. En SC el referente identitario es la montaña, el exilio. Estas montañas que nos rodean fueron tierra de bandoleros, de ácratas, de artistas y poetas. Las gentes de SC tiran mucho al monte y poco al mar, a pesar de que el mediterráneo queda sólo a 20 kilómetros. Así gana forma en su identidad el mito natural. El Montseny es tierra de brujas, nereidas, dólmenes, hechizos y duendes. “De SC a Arbucies, dotze cases tretze bruixes” (De SC a Arbucies doce casas trece brujas, apunta el refranero). El más famoso de los bandoleros de la zona fue “Serrallonga”, que ejerció sus artes entre los siglos XVI y XVII. Denunciado por el vecino Miquel Bofarull, después de vengarse matándolo, se escondió por estas montañas y se dedicó a militar sus destrezas en favor de los “nyerros”, facción político-nobiliaria catalana que defendía la estructura social tradicional, frente a los “cadells”, que representaban el mundo urbano. De nuevo civitas contra bárbaros.
No deja de ser curioso que en estas haciendas tan empapadas por la inmediación mediterránea, se recurra con frecuencia al mito celta. No hay vestigios en la zona. Hay abundantes restos íberos y algunos romanos, monumentos neolíticos y mucho medievo. Lo que hace extrañas las afinidades celtas. Pero el calado de los mitos celtas es dilatado, importado del mundo anglosajón, coincidente con el despegue de la literatura gótica, el tardoromanticismo y la estética de lo sublime. Me temo que mucho queda de todo eso en estas tierras. Así sea habitual encontrar jóvenes que cuelgan de sus cuellos símbolos de origen celta, creyéndose en mayor armonía con el terruño. Absurdo. Las iconografías populares recrean paisajes brumosos, bosques poblados por duendes y fullets, baladas tristes, frutos venenosos, magos,…Pero de eso a sumarnos a los pueblos celtas, a los llamados “gael”, que dejaron testimonio en los nombres de las Galias, Galicia, Gales, la Galitzia polaca,…hay un trecho insalvable. Quizá la raíz de tal adhesión tenga que ver de nuevo con el conflicto entre lo rural primigenio y la ciudad, incluso con un nacionalismo identitario francamente ingenuo. O peligroso, según se mire, si tomamos como ciertas las disquisiciones del susceptible Jon Juaristi que conjetura en su ensayo que “la celtomania del siglo XVIII allanó el camino a la difusión decimonónica del mito ario, con el que llega a confundirse en sus versiones más modernas”.
Hay una frontera que separa la ciudad del pueblo, el bosque. Para que los sencillos no se atrevan a rebasarla la fábula popular crea monstruos. ¿Por qué el monstruo habita en el bosque? La otra noche revisité el film El Bosque (The Village, 2004) de M.Night Shymalan. Una comunidad anclada en el pasado, llena de miedos y mitos, en la que se veda el paso al bosque. Ni siquiera tienen agallas para nombrar a los seres que allí habitan a los que denominan “aquellos de los que nunca hablamos”. Más allá de ese ignominioso bosque, la ciudad, el espacio de lo corrupto y putrefacto. “Puedes huir del dolor como nosotros”-dice uno de los protagonistas-“pero el dolor te sigue, te olfatea”-avisa. En el bosque habita el monstruo. El bosque ampara secretos, nos protege de esos secretos y nos mantiene alejados de la ciudad. El bosque nos protege de nosotros mismos.
He oído el crujido del bosque cuando anochece. ¿Quién habita ahí? ¿Duermen en el bosque nuestros temores? Decía Enrique Vila-Matas que decía Walter Benjamín “que importa poco no saber orientarse en una ciudad pero que perderse, en cambio, en una ciudad como quien se pierde en el bosque, requiere aprendizaje”. Me he perdido muchas veces en los bosques. También me perdí alguna vez en alguna ciudad. Me gustó perderme en Tokio. No entendí nada de lo que me salió al paso durante las horas en las que caminé perdido. Aunque era imposible por que todo me recordaba constantemente que yo no era de allí, me fundí con la masa ciudadana. En ese largo paseo hacia la confusión encontré respuestas. Nada es comparable por eso, a perderse en un bosque, a ver caer la noche en un bosque del que no sabemos salir. Se trata de un miedo ancestral, de un temor que nos lleva comulgar con nuestros comienzos.
En algunas vidas fui monje, guerrero, hereje, labré tierras, dibujé bajo las órdenes de un monarca impío; en otras vendí opio a mercaderes, cambié de género, copié las Sagradas Escrituras, me maté en un suicidio ritual. Fui padre, mendigo, aristócrata, político y discípulo, y puta. De esas y otras muchas vidas conservo el gusto por lo añejo y por las culturas otras, por el vino y la madera, por las sensualidades infinitas, por las cartografías del alma. No puedo concebirme sin recordar que en alguna vida pasada realicé una larga travesía que me trajo al Mediterráneo. Hijo de vascos y de pastores cántabros, hijo de normandos, visigodos, gallegos fui, al fin, azotado por los vientos del Mare Nostrum. Pero hasta llegar aquí atravesé un millar de bosques. Y todos esos bosques resultaron ser un único bosque; el bosque originario.
Al principio fue el barro; pero no un fango limpio y arcilloso, sino un barrizal de mierda, hediondo y lleno de gusanos. Ya nadie recuerda como se llamaba en aquel entonces, pues probablemente nadie se llamaba de ninguna manera. El mundo era uniforme. Cuando llovía, lo hacía en todas partes. Un espeso manto de vegetación lo cubría todo. El número cuatro regía el destino de los seres. Dos colores gobernaban: el verde y el marrón chocolate. Los verdes saurios comían verdes arbustos, o se comían los unos a los otros, o comían verdes alimañas. El suelo era marrón tableta, como marrón era el cielo siempre lleno de grisú marrón, siempre lluvioso. La muerte era marrón. La muerte olía marrón. Un día hace mil años, cayó una piedra incandescente que venía de la nada. El aire se hizo entonces tan marrón que el marrón aplastó al verde. Rota la cadena nutricional sólo sobrevivieron a la hecatombe los bichos, los cominos y los trilobites. La bola de luz trajo el fuego y luego el hielo, y tras estos llegaron las ciudades. Los sucesos se desencadenaron con rapidez. El mundo dejó de ser uno y empezó a centuplicarse.
Pero dejemos a un lado la primera persona, interlocutor inevitable en el periodismo buzo, y afrontemos con curiosidad más o menos erudita el conflicto que nos ocupa. ¿Ciudad o campo?¿Vida rural?¿Trasiego cosmopolita?¿Cemento y agitación?¿Sosiego natural? La Civitas es el lugar de la vida civilizada dice la tradición europea. Mientras que en los entornos naturales vive el bárbaro. Cuando Nietzsche recrea la leyenda de Midas, revela a través de Sileno el Pensamiento Trágico del hombre moderno: el profundo dolor y padecer por la pérdida de la unidad del hombre con la naturaleza. La vida del ciudadano civilizado es un sin sentido, hubiera sido mejor no nacer a la civilización, viene a decir el mito rescatado por Nietzsche. Un mito que permanece en el subconsciente colectivo europeo casi como arquetipo. Algo originario se encuentra en la vida junto a la naturaleza, algo que en la ciudad se ha perdido. Un mito obsesivo en la cultura occidental, un camino de conocimiento del yo a través del otro. El salvaje rural es el individuo ob-scena, fuera de la escena civilizada. Es un Otro que ejerce un fuerte poder de seducción sobre el ciudadano. Es bienhechor de un gran secreto: es el que revela los métodos arcanos que hacen al hombre comulgar con la naturaleza, descifrar los misterios, escuchar los silencios. El hombre civilizado es, sin embargo, un hombre domesticado frente al “hombre originario”, frente al obsceno salvaje.
De alguna manera el ciudadano occidental busca una Arcadia en ese paisaje original.
“Arcadia es la tierra sin ciudades, de montañas y bosques vírgenes”. Recuerda Jon Juaristi en su tratado sobre los mitos fundacionales (El bosque originario. Taurus, 2000). “En el imaginario mítico, los arcadios son pastores que viven en chozas, alimentándose de bellotas, o bien licántropos, hombres-lobo que sólo comen carne de las presas que matan. Los atenienses, por el contrario, consumen alimentos cocidos: tortas y pan”. El pan define de alguna manera el quehacer cívico frente al acto barbárico, indaga Juaristi. Pan de centeno, pan de soja, pan trenzado, pan blanco, pan con pasas, pan comino, baguette campesina, tostas de pan, pan bola, pan con frutos secos, pan muelle, pan con cereales, pan pandereta, pan flauta, pan pandero…
SC es una población con pocos atractivos. El edificio de La Rectoría Vieja, un célebre Restaurante con estrellas de la Guía Michelin, la fachada renacentista de la Iglesia, los restos románicos, las crónicas de la Guerra con el francés, …poco más. La mayor de las virtudes de SC es su situación geográfica, a medio camino de todo. Es una población de paso entre el norte y el sur, pero también entre el este y el oeste. Enclave comercial de la comarca, los comercios tienden al suministro de mercancías que abastezcan a los clientes esporádicos, o a los fieles que viven alejados del núcleo principal. SC es además, un enclave loado por excursionistas y viajeros con mochila, pues es el punto de inicio de una de las más largas rutas forestales de gran recorrido, la famosa GR5. Los lugareños son afables pero nada indigestos. La cercanía a Barcelona, a Girona, a Vic, hace de los habitantes de SC pobladores de una provincia de nadie, de una identidad que se enlaza con lo natural más que con lo histórico. En SC el referente identitario es la montaña, el exilio. Estas montañas que nos rodean fueron tierra de bandoleros, de ácratas, de artistas y poetas. Las gentes de SC tiran mucho al monte y poco al mar, a pesar de que el mediterráneo queda sólo a 20 kilómetros. Así gana forma en su identidad el mito natural. El Montseny es tierra de brujas, nereidas, dólmenes, hechizos y duendes. “De SC a Arbucies, dotze cases tretze bruixes” (De SC a Arbucies doce casas trece brujas, apunta el refranero). El más famoso de los bandoleros de la zona fue “Serrallonga”, que ejerció sus artes entre los siglos XVI y XVII. Denunciado por el vecino Miquel Bofarull, después de vengarse matándolo, se escondió por estas montañas y se dedicó a militar sus destrezas en favor de los “nyerros”, facción político-nobiliaria catalana que defendía la estructura social tradicional, frente a los “cadells”, que representaban el mundo urbano. De nuevo civitas contra bárbaros.
No deja de ser curioso que en estas haciendas tan empapadas por la inmediación mediterránea, se recurra con frecuencia al mito celta. No hay vestigios en la zona. Hay abundantes restos íberos y algunos romanos, monumentos neolíticos y mucho medievo. Lo que hace extrañas las afinidades celtas. Pero el calado de los mitos celtas es dilatado, importado del mundo anglosajón, coincidente con el despegue de la literatura gótica, el tardoromanticismo y la estética de lo sublime. Me temo que mucho queda de todo eso en estas tierras. Así sea habitual encontrar jóvenes que cuelgan de sus cuellos símbolos de origen celta, creyéndose en mayor armonía con el terruño. Absurdo. Las iconografías populares recrean paisajes brumosos, bosques poblados por duendes y fullets, baladas tristes, frutos venenosos, magos,…Pero de eso a sumarnos a los pueblos celtas, a los llamados “gael”, que dejaron testimonio en los nombres de las Galias, Galicia, Gales, la Galitzia polaca,…hay un trecho insalvable. Quizá la raíz de tal adhesión tenga que ver de nuevo con el conflicto entre lo rural primigenio y la ciudad, incluso con un nacionalismo identitario francamente ingenuo. O peligroso, según se mire, si tomamos como ciertas las disquisiciones del susceptible Jon Juaristi que conjetura en su ensayo que “la celtomania del siglo XVIII allanó el camino a la difusión decimonónica del mito ario, con el que llega a confundirse en sus versiones más modernas”.
Hay una frontera que separa la ciudad del pueblo, el bosque. Para que los sencillos no se atrevan a rebasarla la fábula popular crea monstruos. ¿Por qué el monstruo habita en el bosque? La otra noche revisité el film El Bosque (The Village, 2004) de M.Night Shymalan. Una comunidad anclada en el pasado, llena de miedos y mitos, en la que se veda el paso al bosque. Ni siquiera tienen agallas para nombrar a los seres que allí habitan a los que denominan “aquellos de los que nunca hablamos”. Más allá de ese ignominioso bosque, la ciudad, el espacio de lo corrupto y putrefacto. “Puedes huir del dolor como nosotros”-dice uno de los protagonistas-“pero el dolor te sigue, te olfatea”-avisa. En el bosque habita el monstruo. El bosque ampara secretos, nos protege de esos secretos y nos mantiene alejados de la ciudad. El bosque nos protege de nosotros mismos.
He oído el crujido del bosque cuando anochece. ¿Quién habita ahí? ¿Duermen en el bosque nuestros temores? Decía Enrique Vila-Matas que decía Walter Benjamín “que importa poco no saber orientarse en una ciudad pero que perderse, en cambio, en una ciudad como quien se pierde en el bosque, requiere aprendizaje”. Me he perdido muchas veces en los bosques. También me perdí alguna vez en alguna ciudad. Me gustó perderme en Tokio. No entendí nada de lo que me salió al paso durante las horas en las que caminé perdido. Aunque era imposible por que todo me recordaba constantemente que yo no era de allí, me fundí con la masa ciudadana. En ese largo paseo hacia la confusión encontré respuestas. Nada es comparable por eso, a perderse en un bosque, a ver caer la noche en un bosque del que no sabemos salir. Se trata de un miedo ancestral, de un temor que nos lleva comulgar con nuestros comienzos.
En algunas vidas fui monje, guerrero, hereje, labré tierras, dibujé bajo las órdenes de un monarca impío; en otras vendí opio a mercaderes, cambié de género, copié las Sagradas Escrituras, me maté en un suicidio ritual. Fui padre, mendigo, aristócrata, político y discípulo, y puta. De esas y otras muchas vidas conservo el gusto por lo añejo y por las culturas otras, por el vino y la madera, por las sensualidades infinitas, por las cartografías del alma. No puedo concebirme sin recordar que en alguna vida pasada realicé una larga travesía que me trajo al Mediterráneo. Hijo de vascos y de pastores cántabros, hijo de normandos, visigodos, gallegos fui, al fin, azotado por los vientos del Mare Nostrum. Pero hasta llegar aquí atravesé un millar de bosques. Y todos esos bosques resultaron ser un único bosque; el bosque originario.
Al principio fue el barro; pero no un fango limpio y arcilloso, sino un barrizal de mierda, hediondo y lleno de gusanos. Ya nadie recuerda como se llamaba en aquel entonces, pues probablemente nadie se llamaba de ninguna manera. El mundo era uniforme. Cuando llovía, lo hacía en todas partes. Un espeso manto de vegetación lo cubría todo. El número cuatro regía el destino de los seres. Dos colores gobernaban: el verde y el marrón chocolate. Los verdes saurios comían verdes arbustos, o se comían los unos a los otros, o comían verdes alimañas. El suelo era marrón tableta, como marrón era el cielo siempre lleno de grisú marrón, siempre lluvioso. La muerte era marrón. La muerte olía marrón. Un día hace mil años, cayó una piedra incandescente que venía de la nada. El aire se hizo entonces tan marrón que el marrón aplastó al verde. Rota la cadena nutricional sólo sobrevivieron a la hecatombe los bichos, los cominos y los trilobites. La bola de luz trajo el fuego y luego el hielo, y tras estos llegaron las ciudades. Los sucesos se desencadenaron con rapidez. El mundo dejó de ser uno y empezó a centuplicarse.
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