Duchamp, Hitchcock, un obituario, un cómic.

Año 2003. Para celebrar el décimo aniversario de la revista el redactor jefe de Lateral te pide una reseña sobre el que consideres mejor libro de arte de la década (del ámbito hispanoamericano). No tienes ni la menor duda de que ese libro es el ensayo de Juan Antonio Ramírez sobre Marcel Duchamp. Escribes entonces:

Decía Borges en una de sus Inquisiciones que “lo que no se lleva a cabo no existe, y el eslabonamiento de los hechos en sucesión temporal no los refiere a un orden absoluto”. Marcel Duchamp (1887-1968) fue un escurridizo artista que no se dejó atrapar por situación alguna en toda su vida, “ni por mujer en concreto ni por movimiento artístico o literario”, aunque su obra y trayectoria anidaron y anidan en el centro de las polémicas artísticas de los últimos cincuenta años. Acaso el chiste final que nos dejara en herencia Duchamp fuera el conjunto de una obra que llevó a cabo de forma eslabonada, pautada por los ritmos del orden temporal, encaminada a un orden absoluto y que, sin embargo, no existió hasta que aparecieron en escena los primeros exegetas. Duchamp es un artista de artistas, a la par del Borges que fuera escritor de escritores.
Duchamp. El amor y la muerte, incluso es el mejor libro en lengua castellana escrito sobre este artista. Es el resultado de un análisis concienzudo, un enorme esfuerzo de contextualización cultural y epistemológica de la obra de Duchamp. No es precisamente menor la envergadura de tal empeño si tenemos en cuenta que hasta los años setenta el trabajo de Duchamp quedó sepultado por los estereotipos biográficos y las visiones iconoclastas. Octavio Paz fue el principal impulsor en aquella década de la revisión de los tópicos.

Este ensayo apasionante que se lee casi en clave policíaca, ilustrado con cerca de trescientas imágenes que reproducen no sólo las obras más importantes del artista, sino muchas de sus probables fuentes iconográficas (catálogos comerciales, manuales escolares, anuncios de época, teoremas y formulaciones matemáticas…), es una monografía básica para entender el tan relevante papel de Duchamp en gran parte de lo surgido en el Arte del siglo XX. El libro es, además, un instrumento esclarecedor para abismarse en el nódulo de la complejidad duchampiana. Dos son las tesis básicas que desgrana Juan Antonio Ramírez. La una apunta a Duchamp como autor de una Obra Única, un arte total en el que encajan a la perfección los fragmentos acometidos durante sus diversas etapas plásticas. La otra descubre entre ese calidoscopio de fragmentos un único motor temático: el erotismo entendido como fuerza vital de subsistencia y confrontación con la muerte. Un “erotismo de precisión”, que dijera el propio artista. Duchamp fue, como Borges, breve, conciso, desacreditador de positivismos, y un tanto embaucador. La mayor de sus mentiras fue la de hacernos creer que su obra y talante respondían a los designios de un arte menor. Quizás presintió que estudios como los de Juan Antonio Ramírez desnudarían sus apariencias “sin disminuir en lo más mínimo la fuerza subversiva de sus propuestas”.

Otoño del 2009. Muere Juan Antonio Ramírez.

No pretendes el estudio de los mecanismos narrativos de un obituario, pero se supone que para resumir los frutos y usuras de una vida, debes conocer en profundidad al personaje que retratas. A Juan Antonio Ramírez le conociste muy tangencialmente gracias a la mediación de la profesora Anna María Guasch, con la que colaborabas en un libro al poco de acabar los estudios de arte. Corría el año 1994. A penas balbuceaste unas palabras de admiración cuando Guasch te lo presentó. Eran tiempos de confusión en los que te embarazaba la duda sobre el futuro laboral, te lastimaba el amor, te caducaban las vocaciones.

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George Sprott. 1894-1975. Llega a tus manos la edición española de este sobresaliente cómic de Seth. Hace un tiempo que el autor canadiense llamó tu atención con dos obras de corte clásico: Ventiladores Clyde y La vida es buena si no te rindes, ambas publicadas en Ediciones Sinsentido. Ahora Mondadori, en su colección Reservoir Books, trae la última incursión en la narración gráfica de este elegante dibujante. La edición que te ocupa rebaja un tanto el listón estético de la edición americana. El marketing español debe haber impuesto restricciones; el cartoné abarata costes, seguro, pero denigra el valor fetiche que el cómic en tapa dura tiene en su edición americana. En cualquier caso, el material gráfico y narrativo es de tan alta calidad que le perdonas a Mondadori su desidia estética. Sucede con Seth lo que te pasa con los filmes de Hitchcock, te resulta imposible ver ese cine sin convertirte en hermeneuta. La historia se presenta simple. Apuntas en tu diario:

Asistimos a las tres últimas horas en la vida de George Sprott, figura de la televisión local venida a menos. En sus primeros pasos como periodista de aventura encuentra un ingenioso sistema para subvencionarse las expediciones al ártico: escribe y vende correspondencia semanal desde sus campamentos en el Norte. A los niños les entusiasma coleccionar esta correspondencia en fascículos. Más tarde pasa a la televisión. Lleva sus aventuras polares a la CKCK TV en un programa titulado “Hitos Boreales”. La emisión del programa se dilata en el tiempo más de 30 años. Toda una carrera desde el éxito de sus primeras emisiones al olvido por parte de las últimas generaciones. De eso va este cómic. Por la vida de George Sprott pasan la aventura polar, el viaje, la literatura menor, los amores rotos, lo anodino mezclándose con lo revelador, lo que se quiso ser frente a lo que se fue, las heridas genealógicas,… Seth dibuja la vida de un hombre normal, ni demasiado mediocre ni demasiado brillante, y lo hace con la maestría de un narrador que exprime al máximo el lenguaje del cómic (Bien mirado, Georges Sprott no es normal, es, en todo caso, extraordinario en su normalidad). Seth construye a base de continuos flahsbacks una estructura narrativa que, guardando las distancias, recuerda a Citizen Kane o al también portentoso cómic de Daniel Clones Ice Heaven. La voz narradora no escribe en el mismo tiempo en el que acontece la acción dibujada. Se suceden las entrevistas a personajes que vivieron cerca de los mundos de Georges Sprott. Una red de micronarraciones que van tejiendo la estructura atmosférica que nos permitirá dirimir en qué consistió la vida de Georges Sprott.

Pero no sólo los personajes contiguos tejen esa red, también los paisajes, los edificios, los oficios, los silencios. Los Icebergs, los paisajes polares, el paisaje ártico también es un personaje. El bebé George Sprott en la doble página del prólogo, nace en líquido amniótico azul y muere en azul antes de nacer. El instante que transcurre entre el nacimiento y la muerte de George Sprott es la vida de todos, un instante azul, como el hielo que está en el Norte. Todos somos George Sprott. La idea del paisaje como personaje en la literatura es una de las claves de la literatura norteamericana. Georges Sprott entronca con esa tradición que empieza con Melville, y adoptan Dos Passos, Faulkner,…
Existe la manía de creer que el cómic es literatura menor o el “cine de los pobres”, que es cine en papel, o novela con dibujos. El cómic es un lenguaje autónomo que bebe de fuentes literarias y cinematográficas, pero que destila sus propios métodos y maneras. Seth introduce en
George Sprott. 1894-1975 innumerables ejemplos de estas particularidades del cómic. Hemos hablado del azul. El uso del color adquiere tintes narrativos. Por ejemplo, las escenas de juventud del personaje son en sepia. El tiempo real (que acontece el 9 de octubre de 1975) es en un blanco y negro lleno de grises que nos retrotrae al cine noir de los cuarenta. Sospecho que ese es justamente el clima en el que quiere desarrollar sus atmósferas Seth. Un clima nostálgico. Seth fomenta la idea de melancolía haciendo maquetas en cartón de alguno de los edificios protagonistas en la vida de George. La ciudad, la arquitectura de un siglo que muere, que castiga a los edificios dejándolos caducar. El color es gris cuando los usos de la urbe cambian, cuando la decadencia urbanística acompaña a la vejez de sus habitantes, cuando los edificios mueren. Seth construye maquetas en cartón gris de unos edificios que son personajes anónimos; las fotografía, las utiliza como recurso gráfico de transición entre capítulo y capítulo. Hay una doble página desplegable casi al final del cómic donde se nos muestra un recorrido biográfico por las texturas de la vida de Georges Sprott. Un sin fin de pequeñas viñetas donde se dibujan las texturas que todos podemos tener en cualquiera de nuestras vidas. Los olores, las pequeñas cosas, las fotos, los recuerdos. Ningún otro soporte que no sea el cómic hubiera permitido a Seth pararnos en seco, obligarnos a desplegar el papel, situarnos en otro plano de reflexión gráfica antes de volver al resto de la narración. Seth introduce también viñetas dentro de viñetas, historias pequeñas dentro de historias grandes. Recurso que pioneros como Herriman (Krazy Kat) llevaron al paroxismo, y que Seth resuelve con elegancia. Su dibujo es claro, preciosista en los detalles. Trazo firme a plumilla o pincel. Negros muy expresivos, escenas bien iluminadas.
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Estudias los mecanismos narrativos en Georges Sprott. Anotas en tus diarios. Se te mezclan esas notas con el insomnio de una noche. No hay fuerzas para leer. Enchufas el DVD y buscas entre los CDs. Vuelves a Hitchcock. Hasta no hace mucho tu film predilecto de Hitchcock era Psicosis. No sólo no denostabas un film que tuvo gran éxito comercial sino que te fascinaba el original mecanismo narrativo con el que Hitchcock lo había construido. El enorme Red Herring de la primera parte del film nunca se olvida cuando se ve, la historia que arranca con Janet Leigh marchándose de una relación sentimental, robando 40.000 dólares, huyendo por la general camino de la libertad, alojándose en el Bates Motel donde toda la historia dará un brusco giro. Sucede algo parecido con la casa de la Madre Bates; nunca se olvida una casa madre, que sólo al final del film sabremos que es casa y madre a la vez. En las infortunadas secuelas que se atrevió a filmar Norman Bates/Anthony Perkins en los años 80, precisamente se señala esa realidad materna hecha casa. El edificio como metáfora del trastorno. Leías estos días el último cómic de Seth, Georges Sprott, no te sacas de la cabeza ese cómic. Piensas que el dibujante canadiense también ha marcado esa maldad de los edificios, esa arquitectura que por ser vivida se convierte en arquitectura de los ánimos que la habitaron.

Tampoco olvida nunca uno lo que no se ve en el film de Hitchcock. La sexualidad latente pero castrada de Norman Bates/Anthony Perkins. Norman espía el desnudo de Marion/Janet a través de un orificio en la pared. (Me pregunto si Duchamp, que utilizó el mismo recurso en su última obra Étant Donnés: 1.la chute d’eau/2.le gaz d’éclairag, conoció el film de Hitchcock. De hecho Duchamp utiliza el orificio en una puerta para que el espectador, como Norman/Anthony, se convierta en voyeur y ponga en contradicción sus límites morales). Algo sobre eso leíste en una conferencia transcrita de Slavoj Zizek en Buenos Aires. En “los órganos sin cuerpo de Hitchcock” Zizek, que escribe y habla sobre todo lo que se le cruza con un desparpajo que no deja de sorprenderte, y que ha escrito mucho sobre cine, comenta ese recurso tan “norteamericano” de no mostrar, de señalar pero dejar al espectador una huida moral: “(…) la mirada inocente no es la nuestra, la de los espectadores, es la mirada de una especie de absoluta autoridad omnivoyeur pero también estúpida (…/…) Es como si la censura de Hollywood se dirigiera a usted y al tiempo a la censura ideológica, es como si Hollywood dijera: sé que te gustaría ver todos los detalles sucios pero pongamos algunas señales para la censura”. Así, el espectador, o sea usted, podrá imaginar, podrá ser inducido a imaginar lo más escabroso, pero le quedará la escapatoria moral de no ver explicitados los contenidos intrínsecos. Mucho de esto hay en la obra de Duchamp, en el cine de Hitchcock, en los cómics de Seth, acaso en tu propia vida de Perdedor.

Como nos decías, hasta hace poco era Psicosis tu film predilecto de Hitchcock. Pero un film que crece en tus intereses hitchcocknianos es La Sombra de la Duda. Hitch lo filmó en un momento muy delicado de su biografía. Año 1943. Hitchcock tiene a su familia en una Inglaterra asediada por el Conflicto Mundial, pero Él vive plácidamente al calor de su gran casa californiana. A esa casa acuden con frecuencia el matrimonio formado por Carole Lombart y Clark Gable. A Hitch le fascina la rubia Lombart, de tan exquisito aspecto, hábil contertulia, capaz de narrar las más escabrosas historias. Carole Lombart muere en 1943 en un accidente de avión cuando volvía a California tras hacer una gira recaudando bonos de guerra. Los Hitchcock se mudan de casa, asediados quizás por el dolor, comprando otra bonita morada por 40.000 dólares. De ahí, probablemente, esa fijación de Hitch por la cifra cada vez que uno de sus personajes quiere cambiar su realidad cotidiana. Cuarenta mil dólares es lo que vale un cambio de vida. “Recuerdo mi insistencia sobre los 40.000 dólares (cuenta Hitchcock en su famosa entrevista con Truffaut); me esforcé todo lo que pude antes del film (se refiere a Psicosis) y hasta el final del rodaje en aumentar la importancia de este dinero”. La cifra aparece de nuevo y con idéntico significado en La Sombra de la Duda.
En las mismas fechas de elaboración del guión la madre del cineasta cae gravemente enferma. Mamá Hitchcock acaba muriendo el 26 de septiembre de 1943. Enfrentar la plácida vida de California con las noticias tristes que iban llegando de una Inglaterra sitiada por la guerra, marcó sin duda el guión y el rodaje del film. En La Sombra de la Duda se multiplican las referencias personales, como si Hitch quisiera hacer balance. Un cierto sentimiento de nostalgia y desprecio por el presente invade al cineasta, idéntico al que siente el personaje Charlie Oakley/Joseph Cotten en el film. Un personaje que también tiene rasgos en común con el Norman/Anthony de Psicosis (es amoral, consuma sus tropelías frente al espectador a pesar de lo cual nos identificamos con él). La Sombra de la Duda es la historia de Charlie Oakley (el tío Charlie), un asesino de “viudas alegres”, pero también un hombre de mundo al que le gusta la buena vida. El tío Charlie, acosado por dos detectives, decide pasar una temporada en la pequeña vila de Santa Rosa, dónde vive su hermana. Toda la familia recibe con alegría la venida del tío Charlie, especialmente su sobrina, la joven Charlie Newton, recién salida de la adolescencia, con inocentes ansias de que en su tranquila y provinciana vida suceda algo de interés. Tío Charlie llega con regalos para todos, impregna de cosmopolitismo la vida provinciana de la cándida casa de los Newton. Pronto surgirán las dudas en la joven. Un recorte de prensa, los detectives que persiguen a tío Charlie intentando filtrarse en la vida de la familia. La tensión va in crescendo, la joven Charlie Newton perderá la inocencia por el camino, descubrirá que nunca hay que dejarse engañar por las apariencias, que la realidad merece ser escrutada con suma atención por los detalles.

Hitchcock, como tío Charlie, era un hombre que quería vivir bien, pero en 1943 veía como el mundo de su infancia se derrumbaba bajo el peso de las bombas alemanas. Un manto gris se extendía por Europa mientras él cambiaba de casa en la luminosa California. Tío Charlie, nada más llegar a Santa Rosa ingresa en el banco 40.000 dólares (cuarenta mil dólares es lo que vale un cambio de vida) . Quizás tío Charlie, en algún momento, al reencontrarse con su hermana, la madre de Charlie Newton, siente melancolía de los días de la infancia y la primera juventud. Esos días en los que sonaban los valses (el vals de la Viuda Alegre es el Rosebud de este film, suena insistentemente hasta hacernos comprender que lo que pasó en la juventud ya nunca volverá a pasar, que no hay vuelta atrás ni redención posible. Hay un infierno que no cesa; “…el infierno y el paraíso no están en lugares distintos, sino siempre en el mismo…”)

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Psicosis. Norman Bates/Antonhy Perkins conversa con Marion Crane/Janet Leigh mientras esta cena. Faltan pocos encuadres para el crimen que virará la narración: “todos estamos presos en nuestra propia trampa. Arañamos y rasgamos en el muro, pero nunca podemos escapar”.

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