Desnarraciones
Qué puta manía esta. Qué manía la de hacer listas, describir influencias y querencias, hacerse preguntas, escribir descoyuntando los textos… ¡qué puta manía! Perdedor, que es performer, y no sabe escribir, pero ambiciona hacerlo, lo más que consigue es coser fragmentos hasta cogerle asco a la palabra fragmento. También le cogió tirria al verbo hilvanar. ¿Cómo coños ha de escribir un performer? ¿Qué es lo que escribe un performer que dibuja monigotes? Un performer, se dice Perdedor, ¿escribe literatura de la performance, desnarración, postintimidad? Ni siquiera le da tiempo a contestar que ya está haciendo otra lista. Y ahí, apuntados con un Pilot V5 Hi-tecpoint 0.5 sobre la cuadrícula del cuaderno Miquelrius, le salen los nombres de Bolaño, David Foster Wallace, el Baudrillard de Cool Memories, Bruce Chatwin, Will Eisner, Josep Pla, Kapusciski, Casanova, Nietszche, Borges, Joann Sfar, Perec, Melville, Sol Lewitt, Capote, las veinte mil leguas de un viaje submarino… ¿Hay por ahí escritores que también sean dibujantes?- se pregunta un Perdedor hartito de hacer listas que mientras busca una novela dibuja monigotes. Topor, Edward Gorey, Gunter Grass, Rusiñol, Gao Xingjian, Salvador Dalí, (y dale-que-te-dale)… ¿son escritores que dibujan, o dibujantes letraheridos? Sucede que cuando un artista plástico se sitúa en el territorio de las letras queda un tanto desenlazado. Ni artista ni escritor. Un paria. Si además el dibujante vive a medio camino de la mar y los bosques, se mete la ciudad entre pueblo y espada, se compra un cuchillo y busca motivos para llevarlo en el cinto, vive errante aunque atraviesa periodos sedentarios, busca grietas y atajos por donde colar la literatura y el trazo en sus jornadas, bebe fuertes licores del norte, trabaja en un museo pero está en contra de los mausoleos de la cultura, practica el jogging Xtrem, la salida al monte y la apnea estival; es periodista buzo, ácrata, y ama tocar, oler, gustar, pero sus artes son intangibles,…sucede entonces que el muy apátrida se condena a la extrema soledad.
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Se nos murió Claude Lévi-Strauss con más de cien años. En los obituarios de estos días se ha recordado hasta la saciedad aquella brillante abertura de sus Tristes Trópicos (1955): “Odio los viajes y los exploradores. Y he aquí que me dispongo a relatar mis expediciones”. Llegué tarde a Tristes Trópicos, aunque me resulta un libro familiar desde los tiempos de universidad. No en vano fui breve alumno del antropólogo Alberto Cardín que siempre mantuvo una relación tensa con el maestro del estructuralismo. El punto álgido de aquella tiesura quedó recogido en uno de los artículos publicados en Lo próximo y lo ajeno (1990), libro clave para los que nos situábamos en territorios teóricos y conceptuales en la Facultad de Bellas Artes de la Barcelona de los noventa. Leída ahora, la entrevista que realizó Cardín a Lévi-Strauss en la sala de lectura del Laboratoire d’Anhtropologie Sociale del Collage de France, resulta desternillante. Cardín, que era pícaro y postmoderno hasta la médula, se enfrenta cara a cara a un brontosauro enfurruñado (“Su humor ese día, a pesar de la serenidad prócer de su aspecto, no parecía ser de los mejores. Se había levantado parco y contrariador el Maestro…”).
A Lévi-Strauss le leí por aquel entonces El pensamiento salvaje (1962) donde explica que el hombre es un bricoleur que erige su mundo en base a un azar que le rodea, un azar que organiza los elementos dispares que envuelven al individuo. Me gustó aquella idea de un hombre que se sitúa en el presente, que lee el presente como tablilla donde recolectar los elementos necesarios para entender el instante. Un azar ordenado. A Tristes Trópicos llegué por culpa de Kapuscinski que decía que este era uno de sus libros tótem, porque es muchas cosas en un solo volumen, etnografía, biografía, libro de viajes, reportaje, literatura mayúscula. Lévi-Strauss no era dibujante ni performer aunque sus libros están plagados de torpes dibujos, malas fotos y actitud. En realidad tampoco era escritor pero no ha habido etnógrafo francés que haya alcanzado sus cotas literarias. Leyendo Tristes Trópicos (por cierto, un libro que odiaba el dibujante Hugo Pratt, dato que siempre me pareció significativo) uno tiene la impresión de asistir a una literatura que se urbaniza a medida que el relato crece. Una especie de narración que se desnarra para inventar una nueva manera de narrar.
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“La vejez no es una edad literaria y los ancianos raramente son héroes novelescos”, escribió Barthes. Lo cual, sin dejar de ser cierto, no es del todo exacto. Sin ir más lejos Vladimir Arseniev escribió sus viajes por la taiga en compañía del anciano cazador Dersu Uzala. La primera vez que se cruzan Dersu ya cuenta con 53. Aún con sesenta y tantos el cazador gold vive en los bosques nevados, atraviesa tundras puñal en cinto y fusil en mano, conoce las alimañas y los susurros del viento, y narra-que-te-narra a la vera del fuego nocturno aunque no sabe ni leer ni escribir. He repasado estos días las crónicas de Arseniev en los confines de Siberia, recordando también el film de Kurosawa basado en sus escritos. Pero me he acordado sobretodo de mis infancias en Asturias, en aquel feote pueblo de la cuenca minera del Nalón donde conocí al Sr. José, patriarca de la familia que nos acogía, cuando este contaba ya más de setenta años. Era un hombre recio de mirada profunda, que madrugaba para al alba irse a trabajar el campo. Había sido minero en la España de las postguerras, vivió en una casa de piedra con hórreo adosado en medio de bosques de helechos, avellanedos y robles. Cada mañana caminaba 14 kilómetros para trabajar en la mina. Consiguió comprar su propia explotación minera y hacerse con algún capital. Después de años de piedra, hórreo, vacas y labranzas en alta montaña, recaló en las llanuras del Nalón. Allí construyó familia y casa y acabó por jubilarse. Le traté hasta sus últimos días. Murió con noventa años. Por las mañanas trabajaba duro en sus hortalizas y animales. Comía con fruición, tomaba vaso de vino y dormía siesta en cama. Por las tardes se acicalaba y se iba al casino a jugar al cinquillo, beberse un orujo y charlar sobre las crónicas del Concellu. Contaba unos ocho años cuando me enseñó a matar conejos de un golpe seco en la nuca pa luego despellejarlos, a recoger las fresas maduras, a tirar la cantidad justa de pienso a los animales, a arrancar las malas hierbas. Era hombre de pocas palabras, de trato rudo con las mujeres, pero muy afable conmigo. Nunca le vi gesto de afecto hacia su esposa, la Sra. Rosario, pero se derrumbó cuando esta murió. A pesar de lo cual vivió diez años más sin apenas variar sus rutinas.
“-¿Eres cazador?-(…)
-Si- respondió- yo cazo siempre y no tengo otro oficio. No soy pescador, nada más que cazador-(…)
-No tengo casa, habito siempre en la montaña. Enciendo una hoguera e instalo una tienda para dormir. ¿Cómo se puede habitar una casa cuando no se hace nada más que cazar?-” cuenta Dersu en su primer encuentro con Arseniev.
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Se nos murió Claude Lévi-Strauss con más de cien años. En los obituarios de estos días se ha recordado hasta la saciedad aquella brillante abertura de sus Tristes Trópicos (1955): “Odio los viajes y los exploradores. Y he aquí que me dispongo a relatar mis expediciones”. Llegué tarde a Tristes Trópicos, aunque me resulta un libro familiar desde los tiempos de universidad. No en vano fui breve alumno del antropólogo Alberto Cardín que siempre mantuvo una relación tensa con el maestro del estructuralismo. El punto álgido de aquella tiesura quedó recogido en uno de los artículos publicados en Lo próximo y lo ajeno (1990), libro clave para los que nos situábamos en territorios teóricos y conceptuales en la Facultad de Bellas Artes de la Barcelona de los noventa. Leída ahora, la entrevista que realizó Cardín a Lévi-Strauss en la sala de lectura del Laboratoire d’Anhtropologie Sociale del Collage de France, resulta desternillante. Cardín, que era pícaro y postmoderno hasta la médula, se enfrenta cara a cara a un brontosauro enfurruñado (“Su humor ese día, a pesar de la serenidad prócer de su aspecto, no parecía ser de los mejores. Se había levantado parco y contrariador el Maestro…”).
A Lévi-Strauss le leí por aquel entonces El pensamiento salvaje (1962) donde explica que el hombre es un bricoleur que erige su mundo en base a un azar que le rodea, un azar que organiza los elementos dispares que envuelven al individuo. Me gustó aquella idea de un hombre que se sitúa en el presente, que lee el presente como tablilla donde recolectar los elementos necesarios para entender el instante. Un azar ordenado. A Tristes Trópicos llegué por culpa de Kapuscinski que decía que este era uno de sus libros tótem, porque es muchas cosas en un solo volumen, etnografía, biografía, libro de viajes, reportaje, literatura mayúscula. Lévi-Strauss no era dibujante ni performer aunque sus libros están plagados de torpes dibujos, malas fotos y actitud. En realidad tampoco era escritor pero no ha habido etnógrafo francés que haya alcanzado sus cotas literarias. Leyendo Tristes Trópicos (por cierto, un libro que odiaba el dibujante Hugo Pratt, dato que siempre me pareció significativo) uno tiene la impresión de asistir a una literatura que se urbaniza a medida que el relato crece. Una especie de narración que se desnarra para inventar una nueva manera de narrar.
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“La vejez no es una edad literaria y los ancianos raramente son héroes novelescos”, escribió Barthes. Lo cual, sin dejar de ser cierto, no es del todo exacto. Sin ir más lejos Vladimir Arseniev escribió sus viajes por la taiga en compañía del anciano cazador Dersu Uzala. La primera vez que se cruzan Dersu ya cuenta con 53. Aún con sesenta y tantos el cazador gold vive en los bosques nevados, atraviesa tundras puñal en cinto y fusil en mano, conoce las alimañas y los susurros del viento, y narra-que-te-narra a la vera del fuego nocturno aunque no sabe ni leer ni escribir. He repasado estos días las crónicas de Arseniev en los confines de Siberia, recordando también el film de Kurosawa basado en sus escritos. Pero me he acordado sobretodo de mis infancias en Asturias, en aquel feote pueblo de la cuenca minera del Nalón donde conocí al Sr. José, patriarca de la familia que nos acogía, cuando este contaba ya más de setenta años. Era un hombre recio de mirada profunda, que madrugaba para al alba irse a trabajar el campo. Había sido minero en la España de las postguerras, vivió en una casa de piedra con hórreo adosado en medio de bosques de helechos, avellanedos y robles. Cada mañana caminaba 14 kilómetros para trabajar en la mina. Consiguió comprar su propia explotación minera y hacerse con algún capital. Después de años de piedra, hórreo, vacas y labranzas en alta montaña, recaló en las llanuras del Nalón. Allí construyó familia y casa y acabó por jubilarse. Le traté hasta sus últimos días. Murió con noventa años. Por las mañanas trabajaba duro en sus hortalizas y animales. Comía con fruición, tomaba vaso de vino y dormía siesta en cama. Por las tardes se acicalaba y se iba al casino a jugar al cinquillo, beberse un orujo y charlar sobre las crónicas del Concellu. Contaba unos ocho años cuando me enseñó a matar conejos de un golpe seco en la nuca pa luego despellejarlos, a recoger las fresas maduras, a tirar la cantidad justa de pienso a los animales, a arrancar las malas hierbas. Era hombre de pocas palabras, de trato rudo con las mujeres, pero muy afable conmigo. Nunca le vi gesto de afecto hacia su esposa, la Sra. Rosario, pero se derrumbó cuando esta murió. A pesar de lo cual vivió diez años más sin apenas variar sus rutinas.
“-¿Eres cazador?-(…)
-Si- respondió- yo cazo siempre y no tengo otro oficio. No soy pescador, nada más que cazador-(…)
-No tengo casa, habito siempre en la montaña. Enciendo una hoguera e instalo una tienda para dormir. ¿Cómo se puede habitar una casa cuando no se hace nada más que cazar?-” cuenta Dersu en su primer encuentro con Arseniev.
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