El estigma indeleble

“Se vive en la ciudades porque no hay otro remedio, si se pudiera se saldría de ellas sin vacilar” (Horacio Capel, 2001). Creemos que las ciudades son ya demasiado grandes, congestionadas, desorganizadas, ruidosas, peligrosas, insalubres, letales para las vidas en familia, corrompidas, tumefactas, conflictivas, amorales…Pero seguimos desplazándonos a ese hábitat. Necesitamos la ciudad, y necesitamos espacio, necesitamos robarle espacio a los barrios laterales, a los barrios que antes olvidábamos. Ya no existe el concepto de periferia. Antes, las ciudades de corte europeo tenían un centro histórico para albergar la burguesía, un centro comercial y de tracción laboral; luego periferias, barrios marginales, residencias ajardinadas. En el SXXI, cuando las grandes corporaciones necesitan buenas telecomunicaciones y el lugar ha pasado a ser virtual, lo que las ciudades requieren es masa social capaz de consumir, no nos engañemos. Triangulamos, entonces, los barrios con centros comerciales. Convertimos los cascos históricos en parques temáticos. Desplazamos a los delfines de la clase media hacia las periferias. Habilitamos espacios diáfanos para ellos, y les plantamos cajeros automáticos a las puertas de los supermercados.

Construido en los años 70 por el aciago Patronato Municipal de la Vivienda, el barrio de La Mina, sigue siendo, a pesar de las remodelaciones y maquillajes del Fòrum de les Cultures (2004), un enclave marginal de Barcelona. Se las prometían felices los ilustres del urbanismo en este rincón de la Ciudad Condal. Pensaban derrotar de un plumazo el barraquismo vertical que ellos mismos habían atizado décadas antes. Pero La Mina está aquejada del “estigma indeleble”, tal como lo definía el periodista Manuel Díaz Prieto en crónica pasada. Un taxista muere en Sabadell, y aunque ni el presunto asesino es del Barrio, ni tampoco su víctima, aparece el coche aparcado en el Barrio y se disparan las alarmas. En un parking de la Zona Alta una mujer es asesinada a cuchillazos. El malhechor es atrapado en La Mina; de nuevo el “estigma” se apodera de los noticiarios. Se recibe con los brazos abiertos la Nueva Comisaría de Policía de los Mossos d’Esquadra. Poco después se registran allá dos muertes extrañas. Numerosos vecinos de etnia gitana reclaman investigación frente a las sospechas. Un barrio indisciplinado que molesta de cojones, en el que siempre “pasan cosas”.

–Nosotros queremos a la policía aquí- decían los niños.
-Queremos que acaben con la droga, y con las hogueras por la noche, con la basura, las bujas en el parque, las carreras de coches-
–Queremos que en el nuevo instituto esté también el Kiosco de La Merche- reclamaban. La Merche vendía chucherías en el antiguo instituto, antes de la remodelación del 2004.
-¡Merche! Avisa a mi madre que hoy saldremos más tarde-.
-¡Merche! Tírame un bocata que luego te lo pago-. La Merche siempre estaba, para las chuches, para los trapicheos, para lo que hiciese falta. La caseta verde era centro neurálgico, nexo de unión entre niños y mayores. En el 2003 un proyecto urbanístico arrasó con el Kiosco. En seguida vinieron los Mossos d’Esquadra, se morían dos gitanos en extrañas circunstancias, y las jeringas seguían en el parque. Pero ya casi no había carreras, porque habían puesto bandas rugosas en el firme. Aunque todavía había basura en algunos patios interiores. Y vino el ovni ese del Fòrum, un edificio tecnológico que no sirve pa ná. Y crecieron las alturas de los pisos. Pero no se atrevieron a tocar a Camarón. Porque Camarón tiene primos en La Mina. Por eso y por que Camarón es un símbolo, es el único emblema de bronce con el que los urbanistas no han podido. -¡A Camarón que no nos lo toquen!-. Las gitanas le ponen flores al busto que recuerda al cantaor gaditano. En La Mina, a pesar del “estigma”, siempre se vivió lúcida vida de barrio. Mujeres cargando hijos hacia la escuela, mujeres esperando el autobús para desplazarse a limpiar casas burguesas, hombres cargando furgonetas para la venta ambulante, jóvenes madrugando pa la construcción o pa la cola del paro, adolescentes ocupando su espacio de rebeldía en las plazas. Niños sin censuras, sin temores, con respeto por los silencios del Barrio. Barrio, familia, vida, expectativas sin mucho futuro pero con sonrisa y rumbita.

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Dirán, los improbables lectores de esta novela por entregas, que Perdedor nunca deshace el entuerto. Si la realidad de ayer arde aún en el dolor de la despedida, si la de anteayer es un episodio concluido que jamás volverá, si, como escribió Annemarie Schwarzen Bach, lo que sucedió hace unos días es sueño y vida pasada, ¿qué diablos hace el periodista buzo regurgitando paisajes del ayer, del mes pasado, de hace unas horas? ¿No vive acaso en bosques y acantilados? ¿A qué viene ahora mirar ciudades y barrios que quedan tan lejos? En el brillante extracto de su diario de viaje (Todos los caminos están abiertos, Minúscula, 2008), la doctora en historia, viajera, periodista, que malmurió aquejada por adicciones y tendencias suicidas, postulaba por un final de viaje en el que comprender “que el transcurso de una vida no contiene sino un número limitado de episodios, y que depende de mil y una casualidades el lugar donde finalmente nos esté dado construir nuestra casa”. Al contrario de lo que alguien escribió cierta vez, Perdedor no cree en desconsuelos ni catástrofes, cree en caminos, distancias y rumbitas.

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