Pain is inevitable, suffering is optional
Catarsis. No ha mucho que leí una lúcida reflexión de Rafael Argulloll sobre catarsis y curación. Para el loable pensador la catarsis perseguida por el teatro ático en la antigua Grecia, era el shock que llevaba al público del dolor al alivio.
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Corro por un bosque cercano a S.Celoni por el que todavía no lo había hecho. Es mi última carrera por estos lares antes del traslado definitivo a los bosques de Palautordera. Correr bajo la lluvia comulgando con el chapoteo de las aguas contra el boscaje. Avisto entre hojas empapadas una desafiante salamandra. Tiesa por el miedo, amenaza con sus colores chillones. Avisa al corredor del veneno que cubre su piel. Lo más fascinante, para los que no tenemos ni veneno ni escamas, es la potencialidad que anuncia esa piel, el dolor seguro que provocaría saltarse el código de color. ¡Alerta, alerta, soy viscosa y combino los amarillos radiactivos con el negro petróleo, si te acercas, te dolerá!-. Me tienta la posibilidad de parar el trote y dejarme intoxicar por los venenos.
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Se discute en el Parlament la abolición en Catalunya de las corridas de toros. Tema espinoso. Debería existir un término para esos debates que siempre acaban en empate.
-Se trata de un tema que “tiende al pause”, una “perlesía bifocal”-.
Hay un trasfondo cruel y salvaje en el toreo. Es imposible encubrirlo. Al toro se le violenta para que saque su bravura, para que se ofenda y embista. Se le vapulea, se le espolonea, se le atraviesa el pulmón con una espada. Argumentos zafios los que recuerdan la muerte de todos los animales que nos comemos, para defender la existencia de las corridas. -Los bovinos mueren, las aves mueren, mueren los puercos, los mejillones, los guisantes…todos mueren, y la muerte es fea. El mundo es cruel y sanguinario pero nos lo comemos sin remilgos. La del toro en el ruedo es la más digna de las muertes. El toro vive en el lujo de la dehesa y el cortijo, rodeado de culonas vacas, pastos y vergeles, paciendo a su antojo, libre. Sólo la última media hora del toro nos escandaliza, por que somos unos hipócritas- dirían los defensores del “arte” del toreo.
Nunca he asistido a una corrida, pero pasé tardes viendo retrasmisiones televisadas de las ferias de San Isidro, la Maestranza o Pamplona. Odio esas corridas en las que todo sale mal, el toreo se tuerce y el espectador asiste a un recreo de sangre, baba y aburrimiento. Tampoco ayuda la profusión de bordados, pasodobles desafinados, palabrería barroca y hueca, relincho de caballo empitonado, tricornio peludo como testículo, el hastío de las malas corridas. Hay algo facilón y pornográfico en esas tardes abúlicas en las que el toreo sale mal, -es impúdico buscar catarsis metiendo una bestia de 500 kilos en un círculo cercado- pienso entonces.
Pero ¡ay!, ¡ay de las tardes en las que la coreografía simbólica funciona! Esas tardes en las que el torero es héroe, la arena cosmos, el toreo diapasón que marca los ritmos del vivir y el espectador está ahí para ver como los ídolos son posibles y avanzan con paso firme hacia la muerte. ¡Ay de esas tardes en las que la sangre es pura catarsis!
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En el teatro actual la catarsis parece imposible. Umberto Eco decía que un hombre sobre un escenario frente a otro que lo mira es teatro. Quizás Eco daba por sentado que el hombre que mira tiende a identificarse con el hombre en escena, como si se diera una suerte de catarsis intrínseca entre ambos. No lo tengo tan claro. Me he aburrido hasta el bostezo viendo a hombres en escena. Me aburrí incluso viendo a los grandes. Estuve a punto de marchar a media representación de Quién teme a Virginia Woolf?, interpretada nada más y nada menos que por Nuria Espert y Adolfo Marsillach. Les juro que no me fui por no defraudar a los amigos con los que asistí al teatro, que salieron encantados. Yo recordaba a Elisabeth Taylor y a Richard Burton en el film de Mike Nichols. Recordaba la emoción del matrimonio que se derrumba en pantalla y deja entrever que algo de ese derrumbe les viene de fuera de la pantalla (Elisabeth y Richard vivieron una tórrida historia de amor y discordia en la vida real). Las lágrimas que llora la Taylor nunca se olvidan. El tufo de alcohol y fracaso del film se te impregna como el veneno de un batracio. Nada de eso vi en la noche de teatro.
En tiempos postmodernos ¿dónde está la catarsis? Quizás la catarsis siempre está en el mismo sitio, pero nuestra mirada post no sabe verla.
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Las series de televisión están pensadas para ser vistas capítulo a capítulo. Cada uno destila una pequeña dosis de toxina para prendernos semana tras semana. Pero Internet y los packs de dvd’s nos permiten emponzoñarnos hasta la sobredosis, viendo varios capítulos seguidos. Brota tras el consumo compulsivo de capítulos una suerte de sobrecatarsis.
Eran los últimos días en S. Celoni, había salido a correr un bosque desconocido aunque durante seis años corrí casi todos los bosques de los alrededores. Había visto una salamandra y un extraño dolor me impelía. Los 26 días anteriores vi las dos últimas temporadas de la serie Madmen. “New York. Madison Avenue. La Agencia de publicidad Sterling Cooper Advertising. Ecos de la literatura de Richard Yates. Retrato del ocaso de una época, de los baluartes sobre los que se construyó aquella sociedad ingenua y feliz de la Posguerra Mundial en Norteamérica. En jaque todo el corpus ético y estético de los 50’s. El modelo de vida familiar en crisis. A punto de llegar la revolución social de los 60’s, un grupo de hombres se dedica a prolongar su estatus dentro de un mundo laboral agresivo. La serie destila incorrección política a raudales. Hasta las embarazadas fuman y beben como cosacos. Buena parte de los roles laborales entre hombres y mujeres se fundamentan en el acoso sexual. Se empieza a dibujar una sociedad en el que el papel de la mujer será crucial, pero por el momento está aún lejos esa metamorfosis. La publicidad es la religión del SXX, el paradigma del poder. La política es publicidad. No es importante la verdad sino el saber vender una mentira. Sociedad de las apariencias donde hay que superponer varias capas para conseguir exprimir con intensidad la cotidianidad. (…) hablar de la sociedad norteamericana de finales de los 50’s es también hablar de todas las sociedades occidentales contemporáneas” (escribió Perdedor).
Corro para sufrir, escojo sufrir para sentir. La idea no es exactamente mía. La he adaptado leyendo a Murakami (De qué hablo cuando hablo de correr. Tusquets Editores. Barcelona, 2010). La vida es insípida si no se siente. Intoxicado por la sobredosis de capítulos de Madmen, salgo a correr. Corro para intentar indagar el origen del intenso dolor que experimento al llegar al final de la tercera temporada de Madmen. El mundo de Don Drapper (el personaje principal) se desmorona. Ha vivido una gran farsa y todo acaba por descubrirse. Su perfecta vida familiar cae, la Sterling Cooper Advertising se hunde, América llora la muerte de Kennedy y se vacía por el agujero del desagüe. Betty modélica aunque sosísima esposa de Drapper, le abandona. Los niños, a los que en aquella época, como refleja la serie, se les trataba como a mascotas, lloran la marcha del padre. Drapper estuvo siempre solo, durante los capítulos de las tres temporadas, antes incluso de que empezara la serie.
Durante los días posteriores a la visualización del último capítulo caigo en depresión (digamos que Perdedor cae al pozo). Me cercioro de que la productora prepara una cuarta temporada de Madmen, para paliar la zozobra. Imagino varias salidas para el atolladero argumental en el que queda anclada la tercera temporada. No entiendo mi dolor. Jordi Carrión en su hábil novela Los muertos, plantea el dilema emocional de la ficción postmoderna. No pocas series de televisión han hecho de la purga con el espectador su razón de ser. No se trata tanto de narrar como de generar atmósferas catárticas. La estructura del relato se fragmenta cuanto haga falta, asegurando que el espectador recibe enérgicas cuotas de catarsis. Carrión, viajero desengranado o escritor de viajes desengranados (que aún no lo tengo claro), se pasa ahora a la ficción en una primera novela claro ejemplo de raudal catártico. Uno no sale indemne de la lectura de Los muertos; se sale sabiendo necesaria la relectura, lo cual no deja de ser fastidioso aunque aleccionador. El relato como hojaldre de lecturas. “Se ha impuesto la moda de la relectura y de la revisión”, dice el muy cachondo en los ensayos que incluye el libro para desenmarañar un poco el relleno. En la presentación de Los muertos en la librería Laie de Barcelona, Carrión, que no quería desvelar el contenido del libro a los que todavía no lo habían leído, habló de esquelas, de los afectos que establecemos con las series de televisión, con los personajes de ficción, con las atmósferas, de que toda literatura es hoy en día metaliteratura (esto último no estoy muy seguro de que lo dijera Carrión, pero resulta verosímil). A mi, leer Los muertos me recordó a la segunda parte de El Quijote, donde casi todos los personajes han leído y comentan la publicación de la primera parte de sus desventuras. Pero lo que me regala la lectura de Los muertos es la comprensión de la distorsión tecnológica de la mirada y los paradigmas de la ficción contemporánea. Carrión juega con el “binomio aparición/desaparición” en la presentación de las dos temporadas que dura la serie Los muertos. “Es más difícil crear un mundo que destruirlo”. Es más difícil y sobretodo más irresponsable; aunque también más catártico. Las series de televisión (las de HBO a la cabecera), las ficciones postmodernas, retozan en el fango de la distorsión afectiva. Ahí pienso de nuevo en el dolor de las pérdidas en la última temporada de Madmen. Los guionistas han recreado un mundo, nos han familiarizado con una atmósfera; pero nos conducen a un callejón sin salida. El último capítulo de la tercera temporada nos arroja al vacío. Los guionistas lo saben. No es posible una cuarta temporada sin traicionar los postulados de las tres primeras. La catarsis es cardinal, el espectador que se joda. Aún así, se ha firmado un contrato para empezar este verano el rodaje de la cuarta temporada. Perdedor está acojonado.
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Perdedor es un personaje. Lo digo porque Perdedor me ha costado una amistad. Sabrán los lectores de esta deslavazada novela, de la existencia de Humus, exposición en la Nau Estruch de Sabadell. Sabrán de los textos y performances que ha generado esta muestra. Me han acusado de no saber ser feliz, de emperrarme en ser performer (cuando en otro tiempo renegué de la performance), de no ser sencillo como fui, de olvidar áreas de mi biografía o reconstruir la memoria a mi antojo. Joder.
Madmen es una ficción con la que conecto. Lo cual me preocupa. Sin identificarme con ninguno de sus personajes, es cierto que sé sentir el vacío y la soledad de varios de ellos. También es cierto que me resulta incómodo el derrumbe. “No es importante la verdad sino el saber vender una mentira. Sociedad de las apariencias donde hay que superponer varias capas para conseguir exprimir con intensidad la cotidianidad. (…) hablar de la sociedad norteamericana de finales de los 50’s es también hablar de todas las sociedades occidentales contemporáneas”… quizás Madmen hable de la vida de Perdedor mucho más de lo que Él quisiera. Humus Estruch ha cerrado un ciclo, y eso es liberador. Ahora toca abrir la puerta a la magia y el círculo.
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Escojo correr, escojo escribir. ¿Corro para alguien más que para mí? Escojo correr para sufrir. Empecé a escribir como los actores de teatro interpretan, mirando el rostro a uno de los espectadores que hay en platea. Ahora ya no escribo para huir, sino para trazar círculos con mi sangre.
Salgo a correr por nuevos bosques en Palautordera. Me enredo con la maleza en el intento de ascender por la cara norte al montículo donde se alzan las ruinas del Castillo de Montclús. Me corto en un meñique. Froto circularmente el dedo sobre el muro medieval.
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Corro por un bosque cercano a S.Celoni por el que todavía no lo había hecho. Es mi última carrera por estos lares antes del traslado definitivo a los bosques de Palautordera. Correr bajo la lluvia comulgando con el chapoteo de las aguas contra el boscaje. Avisto entre hojas empapadas una desafiante salamandra. Tiesa por el miedo, amenaza con sus colores chillones. Avisa al corredor del veneno que cubre su piel. Lo más fascinante, para los que no tenemos ni veneno ni escamas, es la potencialidad que anuncia esa piel, el dolor seguro que provocaría saltarse el código de color. ¡Alerta, alerta, soy viscosa y combino los amarillos radiactivos con el negro petróleo, si te acercas, te dolerá!-. Me tienta la posibilidad de parar el trote y dejarme intoxicar por los venenos.
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Se discute en el Parlament la abolición en Catalunya de las corridas de toros. Tema espinoso. Debería existir un término para esos debates que siempre acaban en empate.
-Se trata de un tema que “tiende al pause”, una “perlesía bifocal”-.
Hay un trasfondo cruel y salvaje en el toreo. Es imposible encubrirlo. Al toro se le violenta para que saque su bravura, para que se ofenda y embista. Se le vapulea, se le espolonea, se le atraviesa el pulmón con una espada. Argumentos zafios los que recuerdan la muerte de todos los animales que nos comemos, para defender la existencia de las corridas. -Los bovinos mueren, las aves mueren, mueren los puercos, los mejillones, los guisantes…todos mueren, y la muerte es fea. El mundo es cruel y sanguinario pero nos lo comemos sin remilgos. La del toro en el ruedo es la más digna de las muertes. El toro vive en el lujo de la dehesa y el cortijo, rodeado de culonas vacas, pastos y vergeles, paciendo a su antojo, libre. Sólo la última media hora del toro nos escandaliza, por que somos unos hipócritas- dirían los defensores del “arte” del toreo.
Nunca he asistido a una corrida, pero pasé tardes viendo retrasmisiones televisadas de las ferias de San Isidro, la Maestranza o Pamplona. Odio esas corridas en las que todo sale mal, el toreo se tuerce y el espectador asiste a un recreo de sangre, baba y aburrimiento. Tampoco ayuda la profusión de bordados, pasodobles desafinados, palabrería barroca y hueca, relincho de caballo empitonado, tricornio peludo como testículo, el hastío de las malas corridas. Hay algo facilón y pornográfico en esas tardes abúlicas en las que el toreo sale mal, -es impúdico buscar catarsis metiendo una bestia de 500 kilos en un círculo cercado- pienso entonces.
Pero ¡ay!, ¡ay de las tardes en las que la coreografía simbólica funciona! Esas tardes en las que el torero es héroe, la arena cosmos, el toreo diapasón que marca los ritmos del vivir y el espectador está ahí para ver como los ídolos son posibles y avanzan con paso firme hacia la muerte. ¡Ay de esas tardes en las que la sangre es pura catarsis!
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En el teatro actual la catarsis parece imposible. Umberto Eco decía que un hombre sobre un escenario frente a otro que lo mira es teatro. Quizás Eco daba por sentado que el hombre que mira tiende a identificarse con el hombre en escena, como si se diera una suerte de catarsis intrínseca entre ambos. No lo tengo tan claro. Me he aburrido hasta el bostezo viendo a hombres en escena. Me aburrí incluso viendo a los grandes. Estuve a punto de marchar a media representación de Quién teme a Virginia Woolf?, interpretada nada más y nada menos que por Nuria Espert y Adolfo Marsillach. Les juro que no me fui por no defraudar a los amigos con los que asistí al teatro, que salieron encantados. Yo recordaba a Elisabeth Taylor y a Richard Burton en el film de Mike Nichols. Recordaba la emoción del matrimonio que se derrumba en pantalla y deja entrever que algo de ese derrumbe les viene de fuera de la pantalla (Elisabeth y Richard vivieron una tórrida historia de amor y discordia en la vida real). Las lágrimas que llora la Taylor nunca se olvidan. El tufo de alcohol y fracaso del film se te impregna como el veneno de un batracio. Nada de eso vi en la noche de teatro.
En tiempos postmodernos ¿dónde está la catarsis? Quizás la catarsis siempre está en el mismo sitio, pero nuestra mirada post no sabe verla.
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Las series de televisión están pensadas para ser vistas capítulo a capítulo. Cada uno destila una pequeña dosis de toxina para prendernos semana tras semana. Pero Internet y los packs de dvd’s nos permiten emponzoñarnos hasta la sobredosis, viendo varios capítulos seguidos. Brota tras el consumo compulsivo de capítulos una suerte de sobrecatarsis.
Eran los últimos días en S. Celoni, había salido a correr un bosque desconocido aunque durante seis años corrí casi todos los bosques de los alrededores. Había visto una salamandra y un extraño dolor me impelía. Los 26 días anteriores vi las dos últimas temporadas de la serie Madmen. “New York. Madison Avenue. La Agencia de publicidad Sterling Cooper Advertising. Ecos de la literatura de Richard Yates. Retrato del ocaso de una época, de los baluartes sobre los que se construyó aquella sociedad ingenua y feliz de la Posguerra Mundial en Norteamérica. En jaque todo el corpus ético y estético de los 50’s. El modelo de vida familiar en crisis. A punto de llegar la revolución social de los 60’s, un grupo de hombres se dedica a prolongar su estatus dentro de un mundo laboral agresivo. La serie destila incorrección política a raudales. Hasta las embarazadas fuman y beben como cosacos. Buena parte de los roles laborales entre hombres y mujeres se fundamentan en el acoso sexual. Se empieza a dibujar una sociedad en el que el papel de la mujer será crucial, pero por el momento está aún lejos esa metamorfosis. La publicidad es la religión del SXX, el paradigma del poder. La política es publicidad. No es importante la verdad sino el saber vender una mentira. Sociedad de las apariencias donde hay que superponer varias capas para conseguir exprimir con intensidad la cotidianidad. (…) hablar de la sociedad norteamericana de finales de los 50’s es también hablar de todas las sociedades occidentales contemporáneas” (escribió Perdedor).
Corro para sufrir, escojo sufrir para sentir. La idea no es exactamente mía. La he adaptado leyendo a Murakami (De qué hablo cuando hablo de correr. Tusquets Editores. Barcelona, 2010). La vida es insípida si no se siente. Intoxicado por la sobredosis de capítulos de Madmen, salgo a correr. Corro para intentar indagar el origen del intenso dolor que experimento al llegar al final de la tercera temporada de Madmen. El mundo de Don Drapper (el personaje principal) se desmorona. Ha vivido una gran farsa y todo acaba por descubrirse. Su perfecta vida familiar cae, la Sterling Cooper Advertising se hunde, América llora la muerte de Kennedy y se vacía por el agujero del desagüe. Betty modélica aunque sosísima esposa de Drapper, le abandona. Los niños, a los que en aquella época, como refleja la serie, se les trataba como a mascotas, lloran la marcha del padre. Drapper estuvo siempre solo, durante los capítulos de las tres temporadas, antes incluso de que empezara la serie.
Durante los días posteriores a la visualización del último capítulo caigo en depresión (digamos que Perdedor cae al pozo). Me cercioro de que la productora prepara una cuarta temporada de Madmen, para paliar la zozobra. Imagino varias salidas para el atolladero argumental en el que queda anclada la tercera temporada. No entiendo mi dolor. Jordi Carrión en su hábil novela Los muertos, plantea el dilema emocional de la ficción postmoderna. No pocas series de televisión han hecho de la purga con el espectador su razón de ser. No se trata tanto de narrar como de generar atmósferas catárticas. La estructura del relato se fragmenta cuanto haga falta, asegurando que el espectador recibe enérgicas cuotas de catarsis. Carrión, viajero desengranado o escritor de viajes desengranados (que aún no lo tengo claro), se pasa ahora a la ficción en una primera novela claro ejemplo de raudal catártico. Uno no sale indemne de la lectura de Los muertos; se sale sabiendo necesaria la relectura, lo cual no deja de ser fastidioso aunque aleccionador. El relato como hojaldre de lecturas. “Se ha impuesto la moda de la relectura y de la revisión”, dice el muy cachondo en los ensayos que incluye el libro para desenmarañar un poco el relleno. En la presentación de Los muertos en la librería Laie de Barcelona, Carrión, que no quería desvelar el contenido del libro a los que todavía no lo habían leído, habló de esquelas, de los afectos que establecemos con las series de televisión, con los personajes de ficción, con las atmósferas, de que toda literatura es hoy en día metaliteratura (esto último no estoy muy seguro de que lo dijera Carrión, pero resulta verosímil). A mi, leer Los muertos me recordó a la segunda parte de El Quijote, donde casi todos los personajes han leído y comentan la publicación de la primera parte de sus desventuras. Pero lo que me regala la lectura de Los muertos es la comprensión de la distorsión tecnológica de la mirada y los paradigmas de la ficción contemporánea. Carrión juega con el “binomio aparición/desaparición” en la presentación de las dos temporadas que dura la serie Los muertos. “Es más difícil crear un mundo que destruirlo”. Es más difícil y sobretodo más irresponsable; aunque también más catártico. Las series de televisión (las de HBO a la cabecera), las ficciones postmodernas, retozan en el fango de la distorsión afectiva. Ahí pienso de nuevo en el dolor de las pérdidas en la última temporada de Madmen. Los guionistas han recreado un mundo, nos han familiarizado con una atmósfera; pero nos conducen a un callejón sin salida. El último capítulo de la tercera temporada nos arroja al vacío. Los guionistas lo saben. No es posible una cuarta temporada sin traicionar los postulados de las tres primeras. La catarsis es cardinal, el espectador que se joda. Aún así, se ha firmado un contrato para empezar este verano el rodaje de la cuarta temporada. Perdedor está acojonado.
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Perdedor es un personaje. Lo digo porque Perdedor me ha costado una amistad. Sabrán los lectores de esta deslavazada novela, de la existencia de Humus, exposición en la Nau Estruch de Sabadell. Sabrán de los textos y performances que ha generado esta muestra. Me han acusado de no saber ser feliz, de emperrarme en ser performer (cuando en otro tiempo renegué de la performance), de no ser sencillo como fui, de olvidar áreas de mi biografía o reconstruir la memoria a mi antojo. Joder.
Madmen es una ficción con la que conecto. Lo cual me preocupa. Sin identificarme con ninguno de sus personajes, es cierto que sé sentir el vacío y la soledad de varios de ellos. También es cierto que me resulta incómodo el derrumbe. “No es importante la verdad sino el saber vender una mentira. Sociedad de las apariencias donde hay que superponer varias capas para conseguir exprimir con intensidad la cotidianidad. (…) hablar de la sociedad norteamericana de finales de los 50’s es también hablar de todas las sociedades occidentales contemporáneas”… quizás Madmen hable de la vida de Perdedor mucho más de lo que Él quisiera. Humus Estruch ha cerrado un ciclo, y eso es liberador. Ahora toca abrir la puerta a la magia y el círculo.
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Escojo correr, escojo escribir. ¿Corro para alguien más que para mí? Escojo correr para sufrir. Empecé a escribir como los actores de teatro interpretan, mirando el rostro a uno de los espectadores que hay en platea. Ahora ya no escribo para huir, sino para trazar círculos con mi sangre.
Salgo a correr por nuevos bosques en Palautordera. Me enredo con la maleza en el intento de ascender por la cara norte al montículo donde se alzan las ruinas del Castillo de Montclús. Me corto en un meñique. Froto circularmente el dedo sobre el muro medieval.
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