Barcelona en oro y negro

El suceso, la crónica negra. Buscas obsesivamente historias y va la cotidianidad y te mete un puñal hasta el alma.

Suena el teléfono. Una voz te dice que te tiene que dar una mala noticia. El sábado mataron de una cuchillada a Diego. No das crédito. No puede ser. Debe haber una confusión. La voz te cuenta. Intentaron delinquirle a la salida de un concierto, Él se zafó, apareció un filo y le desgarró el pulmón. Diego era roquero empedernido, vasco, amigo íntimo de la desbordante Mery. Gracias a la excesiva Mery le conociste. Recuerdas el día en que Ella te llamó y te contó que tenía un amigo recién llegado a Barcelona, y que necesitaba trabajo, y que si le podías meter en lo tuyo, en eso de montar exposiciones y mover objetos de arte. E hiciste lo que pudiste, casi nada, pero Diego empezó a trabajar en eso de los montajes de arte. Te contó que tenía un grupo de rock con la leoparda y con Hermes, y que se llamaban Crapulesque, que hacían música garaje, o punk, que lo mezclaban con cabaret y performance. Se te llena el pecho de hollín recordando a Diego, que era básicamente un buen tipo, un roquero empedernido, vasco afincado en Barcelona, amigo de sus amigos. Hace unos días hablabas de Él con Juan M. Reíais. Diego creía que debería haber un trabajo que consistiera en pasar las horas apoyado en la barra de un bar, tomando cervecitas. Diego decía que estar en la barra del bar era lo que más le gustaba del mundo. La barra del bar como lugar de encuentro, dónde las charlas disipan las horas, donde nada importa un comino, donde se pactan alianzas entre cofrades. Eso te lo contaba Juan M. apoyado en la barra de un bar, donde reíais, tomando cervezas y orujo de hierbas. Ahora un cuchillo ha sesgado esa alianza. Se te llena de hollín el pecho.

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En las Ramblas. Entras en una delegación de la Eastern Onion a cobrar tus emolumentos por el último artículo publicado. Es el método que fijó el periódico uruguayo con el que colaboras. Entras en una delegación situada en el nº41. Te sorprende que el mismo mostrador se convierta en una casa de compra-venta de oro. Un rótulo en la fachada del local lo anuncia. Pero no deja de sorprenderte. Rancios estantes de vidrio muestran algunas de las joyas capturadas. Entre ocho y diez personas hacen cola en la cola de los que venden sus oros. Te parecen muchas personas. En el lado del mostrador que te toca, media docena de emigrados envían o reciben dinero de lugares remotos del mapa. En la cola del oro una mujer de avanzada edad muestra sus joyitas envueltas en un paño. El mercachifle que las mira simula indiferencia. La anciana no se atreve a mirar los rostros que le rodean. Nadie se mira al rostro en la cola del oro. Tampoco se ven alegrías en la otra cola, la de los cobros y envíos. Las economías se resienten. La dificultad y el aprieto cercan a las familias. Son malos tiempos. Una pareja de adolescentes refunfuña en la cola del oro. Algo no ha salido como pretendían. Tras el mostrador, el trabajo es enérgico. El usurero y sus empleados se desenvuelven con soltura, entran en escena, pesan metales en balanzas electrónicas, legitiman, refrendan transacciones. “El oro, como los negocios bursátiles, son mitad economía y mitad psicología de masas”- dicen los que entienden de crisis económicas. -“Siempre hay alguien que gana cuando los demás pierden”- piensas tú. Nadie te contó que en Barcelona también hay un norte cotidiano que derrota a un sur. Nadie te dijo que es muy fácil cruzar la calle que separa ese norte del sur.

Barcelona es un relato. Lo lees en los edificios, en el fulgor de los mercados, en las charlas de cafetería. Las fachadas están repletas de carteles que anuncian pisos en venta que no hay manera de vender. El frutero te cuenta que vende a precio de saldo las cerezas leridanas, que no son de cámara frigorífica, que vienen de los cultivos especiales del invernadero leridano, que en Francia se pagan a precio de oro porque son cerezas fuera de temporada muy apreciadas, pero que aquí, en el mercado, las tiene que bajar por que sino la gente no las quiere. Una chiquilla le cuenta a otra que es mileurista pero no quiere renunciar a ciertas comodidades; que para eso no se iba de casa de sus padres, que su novio lo tiene que entender. Le dirías a la chiquilla que es idiota, pero no lo haces; por que la ley no escrita del cronista te deja escuchar pero no intervenir.

El domingo vas al mercado de Sant Antonio, a revolver libros baratos, viejos, usados, libros con historias pegadas a las tapas. Entablas conversación con Pepe S. (que te vende un libro sobre el torero Belmonte escrito por el periodista Manuel Chaves Nogales hacia 1935). Y te pone a parir a Andrés Trapiello y te habla de las alcantarillas de los libreros de lance de Madrid. “Trapillo”, como Él llama al notable escritor, “es temido por los libreros, pues compra barato, te regatea hasta el agotamiento, ¡para luego vender entre sus conocidos!”. Pepe se enfada, “¿acaso no son los libreros los que deben vender?”. Te cuenta “que en Madrid creen que los libreros de aquí somos sórdidos”, “pero es que para nosotros es un arte y para ellos un negocio”, “nosotros no somos vendedores, somos rescatadores de libros”, dictamina el librero barcelonés. Te acuerdas de haber leído sobre libreros en los dietarios de Trapiello. Pero no te atreves a decírselo a Don Pepe, no sea que también tengas que confesarle que tu escritura le debe mucho a ese Trapiello que redacta diarios que son como novelas con gato. “Una novela es siempre nuestra vida con otro nombre. Los diarios en cambio, no sé por qué, terminan siendo la vida de todos menos la nuestra”, dice Trapiello que escribe sin fin una novela de diarios enlazados que ya lleva casi veinte tomos, y que es novela con gato, novela que se deja acariciar cuando quiere, felina aburrida que cuando menos te lo esperas te pega un zarpazo.

Desde que no eres en Barcelona, eres en otros barrios. Antes vivías Gracia, el Ensanche, el Barrio Gótico, el Born, la Ronda Guinardó, Pueblo Nuevo…ahora vives Sans-Montjuïc, Poble Sec (al que llamas el Montmartre catalán), el Raval, las Ramblas,… inauguras la temporada de terrazas de la Plaça del Sortidor (Poble Sec). Empiezan a solear los días. Aunque con el cuello abrigado, ya se puede tomar una cervecita, un café con canela, en las cuatro mesas de la Plaza. Allí se te puede buscar las tardes de los miércoles, enfrascado en la lectura o dibujando en tus cuadernos. Allí charlas esporádicamente con unos, con otros. En esa plaza Mathias Enard acota tu primer libro, te dice que lo recortes, que le pongas dibujos; Juan-Cantavella te habla de Bruselas, de su novia, de ese periodista gonzo que se ha inventado, de que no se ha leído tu libro, pero le gusta cómo dibujas; Caterina platica del colegio en el que trabaja, de la clase cuya ventana da a la Plaza, de que le encanta ir a trabajar en bicicleta, de que se leyó tu libro de un tirón; la chica que estudia teatro alaba tus dibujos, sólo la viste un día, le hubieras dejado leer tu libro de haberla vuelto a ver; Claudio, que regenta un bohemio restaurant en la plaza, que tiene un hijo que va a la misma escuela que tu hija mayor, que vino desde Italia para afincarse aquí, casarse con una lúcida arquitecta, montar su negocio, te invita a café, y te habla de esquemas de vida slow, y tú crees que no ha leído nunca un libro. Desde que no eres en Barcelona, a ratos, Barcelona te parece vivible.

Vuelve a ser lunes. Hace 10 días que le cortaron los días a Diego.

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