Norte
Hay un texto que flota en el aire, si se me permite la cursilería. Un diálogo donde se baten en duelo cuestiones como lo sublime y la naturaleza, la iconografía de los espacios interiores, el rock & roll, la identidad del artista, el mar como patria, el dibujo, el acto, la textura, los hijos, la lectura, el abismo y los viajes, la psique. Ya no sé si a estas alturas el texto del que hablamos es una crónica, una ficción o una verborrea inútil. Si lo hubiera escrito Agustín Fernández Mallo se diría que es una novela rizoma. Como me ha sido negada la posibilidad de la literatura esférica, de la escritura bola, y lo mío es el fragmento y la no ficción, no sé que tipo de novela tengo entre manos. Les ruego me disculpen por tejer una malla con tan groseros medios. Serán ustedes, amables lectores, los que deban conjeturar si a fuerza de ir sumando trozos me salió una novela, o un catálogo de cachos. Dice Mario Levrero que una novela, actualmente, “es casi cualquier cosa que se ponga entre tapa y contratapa”. De momento “esto” no tiene ni eso. Supongo que mientras Levrero escribía La novela luminosa tampoco sabía muy bien que estaba haciendo. De hecho, aunque todavía no he leído todo lo de Levrero, sospecho que nunca le importó un carajo saber hacia dónde se dirigía. Lo que nos lleva a presumir una necesidad de escribir, un impulso irrefrenable de contar de acotar segmentos, de viajar entre los días, de navegar sobre un manto. Dice Levrero que “uno viene tomando trenes que van a distintos destinos y marchan a diferentes velocidades -y toma varios de esos trenes al mismo tiempo, incluso algunos que viajan en sentidos exactamente opuestos-”; vamos, que no hay libro bola porque el viaje entre los días tampoco es esférico. Salimos ahí fuera, andamos a trompicones, dibujamos, escribimos. Un lector ocasional de los primeros capítulos de esta novela, dijo que mi manera de escribir era “metarrealista”. Otra lectora me manifestó su incomodidad ante estos textos míos que ni empiezan, ni se desarrollan ni presentan conclusión alguna. Lamento no acabar de encajar. Estoy convencido de que hago periodismo, vale, si quieren, periodismo buzo, pero periodismo al fin de al cabo. Aunque el fragmento no es el fin de la redacción buza, es la única posibilidad. Pido clemencia a mis lectores.
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“Kerouac odiaba a los hippies”- cuenta Ray Loriga. Al escritor madrileño se lo contó Caroline Cassady que de Kerouac sabía un rato. “Era un escritor, no un vagabundo, y adoraba la elegancia de sus héroes del Bebop: Charlie Parker, Coltrane, Gillespie, Max Roach,…”. Lóriga lo cuenta a propósito de la reedición española de On the road; novela performance, escrita en 36 metros de papel enrollado. Nunca fue una Biblia para mí aunque fue la Biblia de muchas cosas. Biblia de “los locos por vivir”, de “los deseosos de todo al mismo tiempo”, de los que nunca se aburren,…de los que “arden, arden, arden”, de los que caminan sin fatiga, de los que mueren dejándolo todo a medias, de los que trazan una línea en el plano y la resiguen hasta el final. “Llegó en esto la primavera, la buena época para los viajes”.
Primeros días de primavera. Entra un grupo de seis adolescentes franceses en el Café del Born. Despistados, miran dónde ubicarse, intentan entender los códigos no escritos que patrocina el local. Con su descoloque nos han desplazado a todos. El bar está bastante vacío. Hay mesas de sobra que ocupar y sin embargo se sitúan en un incómodo lateral de la cafetería. Arrinconados, se sientan en taburetes. Han roto la escritura. Ordenaba ideas sobre la llamada del norte, sobre los padres que se llevan los hijos a las profundidades del paisaje, sobre los viajes que son huidas. Me parapetaban las últimas lecturas: Bolaño, Fernández Mallo, Chaves Nogales, Faulkner…los muy ramplones han cortado las letras. Es una de esas atribuciones que la juventud exagera, llegan a un sitio y lo ocupan todo. Al no saber su sitio, desplazan los sitios de los demás. Queriendo pasar desapercibidos, incómodos sin saber su lugar, han acabado por fastidiarnos a todos. Se sientan en silencio, pero son seis y llaman la atención. Guapos, educados, imberbes, estilosos. Se sientan seis, piden cuatro cocacolas. Se sientan como si un fotógrafo de moda los apuntara con el obturador de la RolleiFlex. Me gustaría levantarme, ya que han interrumpido el acopio de notas que me ocupaba, abandonar mi “preciso sitio” y buscar el suyo. Quisiera ordenarles, armonizarles con el entorno. Tú aquí, tú allá. En algunos cafés, especialmente en ese tipo de cafés donde se lee, se dibuja, se escribe, ahí, debería haber un acomodador como en los cines de antaño. Un encargado de acoger al recién llegado y hacerle encajar en el paisaje humano. Sucede un poco en algunos vetustos cafés de la vieja Europa, pero la modernez barcelonesa perdió estas costumbres. El acomodador distribuiría tertulias, situaría a los clientes lectores lejos del tintineo, a los que fuman haciendo oes, a los que necesitan amarse en silencio, a los que visten de negro, a los sofistas lejos de los melancólicos, a los que dudan con método separados de los dionisiacos, a los que conservan en azar, al anarquista que siempre se esconde, a los publicistas, a los toreros cerca de mujeres bellas que se dejen tratar, a las intratables que tanto gustan a los toreros, a los que narran literaturas del viaje, a los exegetas y buzos, a los boxeadores, a los psicoanalistas patagónicos, a los que trazan con lápiz HB, a los que deben absenta, a los interioristas barbudos, a los que hipnotizan , a las pitonisas… Suena “Going up the country”. Esa canción palpita al mismo ritmo que la adoraba elegancia de los héroes del Bebop: Charlie Parker, Coltrane, Gillespie, Max Roach…Gene Vincent, Vince Taylor, Eddie Cochran…Kitty, Daisy & Lewis entonan ese “going up the country” que me viene al pelo. Suenan antiguo, suenan en blanco y negro. Quizás la postmodernidad nihilista nos empuja a huir hacia un Norte que no sólo está obs-scena de la urbe, sino que probablemente está en el origen de esta. Cuando el presente no funciona y el futuro no existe, algunos buscan en lo primigenio. La exultante juventud de Kitty, Daisy & Lewis contrasta con su gusto añejo y conecta, al tiempo, con el mito de Hamlet. Morir joven, con un cadáver bonito, mucho antes de atravesar la frontera de la madurez, antes de dejar que nos venza la distopía. Es lógico que a los cuarentones, a los que se nos pasó el arroz, nos vengan ganas de llevar los hijos al Norte. Dice Joana Bonet en su columna de La Vanguardia: “No hay construcción de la identidad del hijo sin una construcción paralela de la identidad del padre”. Los seis chicos franceses se van.
“Si quieres ver el alma humana en su lucha más noble contra la superstición y las tinieblas, lee la historia de los viajes al Ártico”. Así, “en la noche y entre los hielos” habla Fridtjof Cansen de la llamada del Norte. No veo en el Norte que me llama señal alguna de aventura, ni culto a la naturaleza, ni construcción trascendente de la identidad. La necesidad de Norte es la necesidad de cambiar el paisaje. Es la congoja de las clases medias, es el viaje sin motivo aparente, sin meta más clara que la pura lejanía. Siete capítulos de la primera temporada de la serie de televisión Madmen me han dado claves para entender esa necesidad moderna del cambio de paisaje. New York. Madison Avenue. La Agencia de publicidad Sterling Cooper Advertising. Ecos de la literatura de Richard Yates. Retrato del ocaso de una época, de los baluartes sobre los que se construyó aquella sociedad ingenua y feliz de la Posguerra Mundial en Norteamérica. En jaque todo el corpus ético y estético de los 50’s. El modelo de vida familiar en crisis. A punto de llegar la revolución social de los 60’s, un grupo de hombres se dedica a prolongar su estatus dentro de un mundo laboral agresivo. La serie destila incorrección política a raudales. Hasta las embarazadas fuman y beben como cosacos. Buena parte de los roles laborales entre hombres y mujeres se fundamentan en el acoso sexual. Se empieza a dibujar una sociedad en el que el papel de la mujer será crucial, pero por el momento está aún lejos esa metamorfosis. La publicidad es la religión del SXX, el paradigma del poder. La política es publicidad. No es importante la verdad sino el saber vender una mentira. Sociedad de las apariencias donde hay que superponer varias capas para conseguir exprimir con intensidad la cotidianidad. Me quedan por ver seis capítulos para completar los trece que componen la primera temporada, pero ya he visto suficiente para entender que hablar de la sociedad norteamericana de finales de los 50’s es también hablar de todas las sociedades occidentales contemporáneas. Algo no funciona en la estructura que sustenta nuestros días. El Norte, entonces, llama.
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“Kerouac odiaba a los hippies”- cuenta Ray Loriga. Al escritor madrileño se lo contó Caroline Cassady que de Kerouac sabía un rato. “Era un escritor, no un vagabundo, y adoraba la elegancia de sus héroes del Bebop: Charlie Parker, Coltrane, Gillespie, Max Roach,…”. Lóriga lo cuenta a propósito de la reedición española de On the road; novela performance, escrita en 36 metros de papel enrollado. Nunca fue una Biblia para mí aunque fue la Biblia de muchas cosas. Biblia de “los locos por vivir”, de “los deseosos de todo al mismo tiempo”, de los que nunca se aburren,…de los que “arden, arden, arden”, de los que caminan sin fatiga, de los que mueren dejándolo todo a medias, de los que trazan una línea en el plano y la resiguen hasta el final. “Llegó en esto la primavera, la buena época para los viajes”.
Primeros días de primavera. Entra un grupo de seis adolescentes franceses en el Café del Born. Despistados, miran dónde ubicarse, intentan entender los códigos no escritos que patrocina el local. Con su descoloque nos han desplazado a todos. El bar está bastante vacío. Hay mesas de sobra que ocupar y sin embargo se sitúan en un incómodo lateral de la cafetería. Arrinconados, se sientan en taburetes. Han roto la escritura. Ordenaba ideas sobre la llamada del norte, sobre los padres que se llevan los hijos a las profundidades del paisaje, sobre los viajes que son huidas. Me parapetaban las últimas lecturas: Bolaño, Fernández Mallo, Chaves Nogales, Faulkner…los muy ramplones han cortado las letras. Es una de esas atribuciones que la juventud exagera, llegan a un sitio y lo ocupan todo. Al no saber su sitio, desplazan los sitios de los demás. Queriendo pasar desapercibidos, incómodos sin saber su lugar, han acabado por fastidiarnos a todos. Se sientan en silencio, pero son seis y llaman la atención. Guapos, educados, imberbes, estilosos. Se sientan seis, piden cuatro cocacolas. Se sientan como si un fotógrafo de moda los apuntara con el obturador de la RolleiFlex. Me gustaría levantarme, ya que han interrumpido el acopio de notas que me ocupaba, abandonar mi “preciso sitio” y buscar el suyo. Quisiera ordenarles, armonizarles con el entorno. Tú aquí, tú allá. En algunos cafés, especialmente en ese tipo de cafés donde se lee, se dibuja, se escribe, ahí, debería haber un acomodador como en los cines de antaño. Un encargado de acoger al recién llegado y hacerle encajar en el paisaje humano. Sucede un poco en algunos vetustos cafés de la vieja Europa, pero la modernez barcelonesa perdió estas costumbres. El acomodador distribuiría tertulias, situaría a los clientes lectores lejos del tintineo, a los que fuman haciendo oes, a los que necesitan amarse en silencio, a los que visten de negro, a los sofistas lejos de los melancólicos, a los que dudan con método separados de los dionisiacos, a los que conservan en azar, al anarquista que siempre se esconde, a los publicistas, a los toreros cerca de mujeres bellas que se dejen tratar, a las intratables que tanto gustan a los toreros, a los que narran literaturas del viaje, a los exegetas y buzos, a los boxeadores, a los psicoanalistas patagónicos, a los que trazan con lápiz HB, a los que deben absenta, a los interioristas barbudos, a los que hipnotizan , a las pitonisas… Suena “Going up the country”. Esa canción palpita al mismo ritmo que la adoraba elegancia de los héroes del Bebop: Charlie Parker, Coltrane, Gillespie, Max Roach…Gene Vincent, Vince Taylor, Eddie Cochran…Kitty, Daisy & Lewis entonan ese “going up the country” que me viene al pelo. Suenan antiguo, suenan en blanco y negro. Quizás la postmodernidad nihilista nos empuja a huir hacia un Norte que no sólo está obs-scena de la urbe, sino que probablemente está en el origen de esta. Cuando el presente no funciona y el futuro no existe, algunos buscan en lo primigenio. La exultante juventud de Kitty, Daisy & Lewis contrasta con su gusto añejo y conecta, al tiempo, con el mito de Hamlet. Morir joven, con un cadáver bonito, mucho antes de atravesar la frontera de la madurez, antes de dejar que nos venza la distopía. Es lógico que a los cuarentones, a los que se nos pasó el arroz, nos vengan ganas de llevar los hijos al Norte. Dice Joana Bonet en su columna de La Vanguardia: “No hay construcción de la identidad del hijo sin una construcción paralela de la identidad del padre”. Los seis chicos franceses se van.
“Si quieres ver el alma humana en su lucha más noble contra la superstición y las tinieblas, lee la historia de los viajes al Ártico”. Así, “en la noche y entre los hielos” habla Fridtjof Cansen de la llamada del Norte. No veo en el Norte que me llama señal alguna de aventura, ni culto a la naturaleza, ni construcción trascendente de la identidad. La necesidad de Norte es la necesidad de cambiar el paisaje. Es la congoja de las clases medias, es el viaje sin motivo aparente, sin meta más clara que la pura lejanía. Siete capítulos de la primera temporada de la serie de televisión Madmen me han dado claves para entender esa necesidad moderna del cambio de paisaje. New York. Madison Avenue. La Agencia de publicidad Sterling Cooper Advertising. Ecos de la literatura de Richard Yates. Retrato del ocaso de una época, de los baluartes sobre los que se construyó aquella sociedad ingenua y feliz de la Posguerra Mundial en Norteamérica. En jaque todo el corpus ético y estético de los 50’s. El modelo de vida familiar en crisis. A punto de llegar la revolución social de los 60’s, un grupo de hombres se dedica a prolongar su estatus dentro de un mundo laboral agresivo. La serie destila incorrección política a raudales. Hasta las embarazadas fuman y beben como cosacos. Buena parte de los roles laborales entre hombres y mujeres se fundamentan en el acoso sexual. Se empieza a dibujar una sociedad en el que el papel de la mujer será crucial, pero por el momento está aún lejos esa metamorfosis. La publicidad es la religión del SXX, el paradigma del poder. La política es publicidad. No es importante la verdad sino el saber vender una mentira. Sociedad de las apariencias donde hay que superponer varias capas para conseguir exprimir con intensidad la cotidianidad. Me quedan por ver seis capítulos para completar los trece que componen la primera temporada, pero ya he visto suficiente para entender que hablar de la sociedad norteamericana de finales de los 50’s es también hablar de todas las sociedades occidentales contemporáneas. Algo no funciona en la estructura que sustenta nuestros días. El Norte, entonces, llama.
Es cierto que acostumbras a ir de un lado a otro, mostrando los paisajes y las figuras que los conforman, dando pinceladas, aparentemente inconexas entre sí pero que, en su conjunto, tienen toda la congruencia que a mí se me hace deseable. Quise creer en la escritura impresionista, antes de saber que ya existía _tengo la mala costumbre de llegar a destiempo, ya sea antes o después de que se siente cátedra sobre un asunto_ y, en tus textos, la veo expresada.
ResponEliminaSi tú no acabas de encajar y pides clemencia al lector, yo debería quitarme la vida entonces, de puro ignorante como me siento. Pero no; prefiero seguir leyéndote y crecer en todas direcciones, como los trenes que describe Levrero. No puedo sino darte las gracias por más que te descalifiques a ti mismo en algunos textos. Me siento muy pequeña sólo con leerte. Ansiosa por atrapar en la retina o en la memoria esas luces que viertes en un solo texto “inconcluso”, tomo notas y más notas, aunque sé que acabaré sintiéndome como la Maga de Cortázar.
¿Quién no añora ese Norte en muchas ocasiones?
Susana, qué puedo decir? Gracias por existir
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