Lo que no puede ser dicho

Sobre una barcaza junto a Romy Schneider. Es un sueño que cuando recuerde horas después me afligirá. Acaricio su cabellera. Estamos en cubierta, en una proa con el parquet de madera. Navegamos por manglares. La vegetación es muy frondosa y temo embarrancar con el fondo pantanoso en cualquier momento. Me empuja un fuerte deseo genital. La barca embarranca. Romy Schneider salta al agua. Apenas le llega a la rodilla. Viste un escueto bikini negro. Voy tras Ella. Se tumba sobre el lodo y abre las piernas. Estoy desnudo. Nos enredamos en abrazos y besos. Despierto. Ha sido un sueño. Me abate un dolor. No entiendo nada. Pasarán varios meses hasta que revise el sueño.

Lo reviso. Una barcaza. Me incomoda utilizar la palabra barco para describir la embarcación que nos traslada por el río pantanoso y sus afluentes. Llamémosla barcaza. La vegetación es tan frondosa y homogénea que no se ve apenas el cielo ni nada de lo que ocurre en la orilla. Esta iconografía vegetal que diluye el entorno indica al intérprete que en el sueño lo importante es lo que sucede en la barcaza. Pero nada recuerdo de lo que allí pasa. El ruido del motor, un suelo de lamas de madera. Pies descalzos en proa. Enseguida asoma Joseph Conrad, el corazón de las tinieblas congoleñas, Charlie Sheen en Apocalipse Now subiendo el río que le llevará hasta Kurtz, es decir, hacia la paradoja de encontrar la serenidad alojada en el mal. No sé que pinta en todo esto Romy Schneider. En las efemérides de una revista del corazón leídas meses después del sueño encuentro un principio de explicación. Desde luego Romy encaja en cierto arquetipo de mujer amada que me circunda. Apenas recuerdo su rostro, pero hay un calor en esa piel que me resulta familiar. En la efeméride citada conmemoran que hace veintisiete años que murió Romy Schneider. Murió de una sobredosis de barbitúricos. No pudo soportar el estúpido accidente que acabó con la vida de su hijo de 14. La Romy soñada viste un sucinto bikini negro. Nos besamos en cubierta pero es la emoción de su pelo sobre mi rostro lo que me asalta. En algún momento del viaje alzo la vista por encima de su hombro. Estamos abrazados. Miro al manglar, me siento perdido, pero reconfortado. Embarrancamos. Romy salta desde proa. Está contenta. Corretea por un río que no le cubre. Voy tras Ella. No sé en que momento me desnudo, pero correteo sin ropa. Romy se tumba en el limo. Su cuerpo es especialmente bello cubierto por aguas y fangos. Abre las piernas sugestivamente. Me inclino. Nos besamos apasionadamente, mi sexo se excita, manoseo sus curvas. Ahí acaba el sueño. Embarrancado, excitado, emponzoñado por los sentidos. ¿Porqué la desazón al recordarlo?

Vuelvo a revisar. Hay algo laberíntico en la vegetación del manglar. Si atendemos al esquizoanálisis, si consideramos el espacio onírico bajo el patrocinio de Guattari por ejemplo, las topologías laberínticas son lugares existenciales, dionisiacos, con una geometría que nos envuelve y remite al examen de los afectos. Si el laberinto es vegetal, lo que nos envuelve deviene somático. Los manglares que sueño intimidan. Por eso me refugio en la piel de Romy. ¿Por qué Romy Schneider? ¿Sólo por que murió hace veintisiete años? (He conocido ese dato después del sueño o sea que o se trata de un cálculo indeliberado de la mente o un recurso literario para hablar de la maldición del número) Tengo manía al veintisiete. Es un número maléfico, nocivo. Algunos de los peores momentos de mi biografía se colmaron de veintisiete. Veintisiete son los cubos que llenan el cubo de Rubik; hay 27 libros en el Nuevo Testamento; Brian Jones, Jimi Hendrix, Janis Joplin, Jim Morrison, Jean-Michel Basquiat, Kurt Cobain, todos murieron a los veintisiete; veintisiete al cubo es 19683, la suma de 1+9+6+8+3 es igual a veintisiete, los tres primeros números cubos son el 1 el 8 y el 27,... Se me embrollan los laberintos vegetales si los lleno de veintisiete. Cuando aparece el veintisiete avecinanse los cambios bruscos, dice la voz del temor. Fue dogma leer a los veintisiete la Historia abreviada de la literatura portátil, pues cambió mi noción de las artes. Cuando P se fue tenía veintisiete; me había casado con Ella un martes veintisiete. El texto de Enrique Vila-Matas es el librillo más lleno de veintisietes que jamás se haya escrito, un anuncio de la plaga de veintisietes que se me avecinaba ¿Pero sólo por un veintisiete me incomoda que sea Romy Schneider la protagonista del sueño?
¿No será por su rubiez y redondez? ¿Vuelve a estar mi madre en todo esto? Jodorowsky dice que primero debemos perdonar a los padres. “Después de perdonarles debemos honrarles, es decir, conocerlos, analizarlos, disolverlos, rehacerlos, agradecerles, amarlos, para finalmente ver el “Buda” que hay en cada uno de ellos”. Supongamos que Romy Schneider sea un arquetipo femenino que me atrapa: mujer rubia, gordita, rolliza, cálida, de tez blanca o tostada, comadre, norteña, escandinava, confitera, una mujer de interior, aunque el interior sea un paisaje manglar cubierto de vegetación. Encaja. Descripción esencial que remite a la madre, a las caricias de la infancia, a la sopita cuando nos resfriamos, a las palabras susurradas, al pelo blondo de ella sobre nuestra cara, a los abrazos tiernos,…¿Por qué soñar con el placer en un entorno inhóspito en el que uno acaba embarrancándose?
Freud considera el placer y el displacer como umbrales de regulación del aparato psíquico, y por encima de ellos considera el “goce”. El goce va más allá del placer, hay inaccesibilidad en su alcance. Goce imposible, goce mítico, goce perdido al que remiten nuestras pulsiones. La pulsión de muerte, el masoquismo primordial, el superyó… Se puede incluso considerar el placer como una escollera para el goce. Quizás en el sueño embarranque el placer para volver a un lodo primordial donde alcanzar el goce o donde recordar que es imposible. Lacan decía que el goce era lo que no servía para nada. Jacques Lacan (1900-1981) murió precisamente hace veintisiete años.

¿Por qué acaba el sueño en el lodo? El barro es la tierra a la que regresamos al morir, pero también es el humus nutriente sobre el que renacemos. Romy acoge mi cuerpo desnudo con las piernas abiertas. Muero igual que nací, desnudo, entre las piernas de una mujer madre.

Hace 27 años Romy Schneider se convirtió en una efeméride. Sobrevivió al alcohol, al desamor, al suicidio de su primer marido, pero no a la muerte de su hijo David que falleció estúpidamente al saltar la verja puntiaguda de casa de sus abuelos.

Reviso otra vez el sueño. Para llegar hasta “lo que no puede ser dicho” tengo que estrujar el lenguaje onírico. Algo se me escapa ¿Por qué punzó el soñarlo, por qué me lastima recordarlo ahora? Lacan retorna a Freud postulando que el inconsciente se estructura como un lenguaje aunque disocia el significante del inconsciente. Romy salta de la barcaza. La embarcación es una casa, es un refugio donde estar cuando uno se ve rodeado de laberintos vegetales, es decir, rodeado por el bosque originario, del que venimos, del que nos vamos, al que regresaremos. Recuerdo placidez en cubierta. Romy es de una rubiez castaña, tiene la piel suave, tenemos los pies desnudos sobre un suelo de madera. Pero Romy salta. De alguna manera este sueño confirma el no saber amar, no saber retener a la pareja (es fácil afirmar cuando puedo corroborar). Pero en el sueño yo también salto. Pierdo el resguardo de la barca que también es una madre, porque es barca o barcaza, femenina y cálida, y viajamos en ella. El refugio-madre queda impedido en el fango. El viaje sigue en el agua. Busco el goce, aunque equivocadamente, pues en el placer no está el goce. El goce es el vacío, es nada.
La imposibilidad del goce acrecienta el acecho del placer. En Lacan la discrepancia entre placer y goce es fuerte y contrastada. El goce no sólo no es placer sino que constituye su más allá. Pero seguimos ilógicos, repitiendo el recorrido desde el uno al otro, escudriñando los goces parciales, que son los únicos posibles. El sueño se acaba antes de malgastar las posibilidades, o quizás el fin del sueño es un nuevo salto esta vez a la nada.

Al nacer uno queda atrapado por la red simbólica del lenguaje que ya estaba allí. La lucha consiste en infiltrarse por los rotos de esa red, hasta quedar atrapado en ella. Es absurdo, pero ineludible. Del encuentro traumático entre la carne y la palabra queda la marca de un sufrimiento originario. El dolor que causa el quedar atrapado en la red simbólica. Un bucle. Siempre se pierde cuando se elige a pesar de lo cual nos pasamos el tiempo eligiendo. El sujeto queda dividido cuando se ve forzado a elegir. Creemos que podemos salvarnos de la división si podemos explicar lo que sucede. Pero la palabra se nos pierde en el manglar y la carne se cae al limo.

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