La poética del número dos


Nunca gané en nada. No fui primero, no tuve laudes ni victorias aplastantes. En justicia debo aclarar que tampoco fui último, no pertenezco a grupos excluidos, no quedé vacío por las pérdidas. Me mantuve mediano, segundón empedernido, perdedor. Siempre lleno de pequeñismos, de fragmentos dislocados conformando un todo.

 Cumplí la mitad de mi vida, así, al paso de los años. -¡Ya es mediodía! ¡Qué pronto nos llega la muerte!- decía el dibujante Roland Topor. Bien asentado en esa poética de los días, vivo el instante sin dejarme avasallar por los pasados, sin esperar del mañana.

La felicidad fue un bosque nevado, un vasito de orujo, los anaqueles bruñidos de una vieja librería, el roce de pieles, unas sandalias sumergibles, un cuchillo escandinavo, correr al trote, nadar desnudo sobre abismos de roca, dibujar cuadernos. Miento. Dibujar fue algo oscuro y obsesivo. Pasé noches emborronando folios, mojando grafos en el tintero, escrutando imágenes. Bebiendo orujo hasta el aturdimiento, esnifando polvo y hongos en las hojas amarilleadas de mil libros, caminado senderos entre matojos, con navaja escandinava colgada a cuello, subiendo montañas lascadas hasta herir las piernas, bebiendo el veneno de pieles tóxicas. Busqué el silencio bajo el mar verano tras verano, y dibujé también algún dibujo feliz, en dietarios, cuadernos, con acuarela, en los márgenes. “Cuando dibujo el tiempo pasa más deprisa. Por más que me levante al alba, apenas trazo unas cuantas líneas sobre el papel, delimito esta zona de sombras y esbozo aquel personaje, el día ya ha pasado”- dice Topor.

“¿Cómo es posible que un hombre de mi edad, más bien equilibrado, relativamente inteligente y cultivado, con un carácter no desprovisto de voluntad… cómo es posible que un hombre así acepte consagrar varias horas de su vida a semejante niñería?”- me pregunto con Topor. Dibujar es un arte de la segundez, a nadie ofende. Es como susurrar, es calderilla, es un arte casi invisible. Dibujar, correr, beber orujo.

En “El Modelo de Pickman” Lovecraft afirma que todo artista sincero debe vivir en los suburbios de la ciudad, porque allí sobreviven las tradiciones antiguas. Lo escribía en tiempos de brujas, piratas y bandoleros, bien es cierto, cuando la gente sabía como vivir sin dejar de ensanchar los confines de la vida. Mi dibujar recorre suburbios, se esconde en bosques, haciendo del trazo topos, para llegar al límite. 



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