Pirineos (II)
“Debemos recordar que el futuro ni es nuestro totalmente ni totalmente no nuestro…”
Epístola de Epicuro a Meneceo
5 de agosto
“Marilyn. Las últimas sesiones”, film documental de Patrick Jeudy. Excepcional. Mañana partimos al Pirineo Aragonés. Vacaciones familiares en el Valle de Ordesa. El film sobre Marilyn oscurece mi noche. Ya saben, insomnio. Son las fiestas de Pueblo. En la Plaza Mayor suena una orquestina. Los mayores bailan. M y Lucía duermen. Mi hija Maria se ha marchado. Vive a mil kilómetros de todo. Veo a Marilyn trazar peligrosa línea para separar a duras penas el sexo de la política, la máscara de la infancia, el psicoanálisis del amar… conocí a mujeres así. Mujeres venenosas que inyectaban su ponzoña quedando incluso ellas dañadas. Temo mi propio prurito autodestructivo. ¿Y si soy yo el que provoca mis derrotas?- me digo. Vamos a los Pirineos, al encuentro de la materia primera, a cruzar cuerpo con bosque. Allá voy, paisaje. Adiós venenosa Marilyn.
6 de agosto
Con la salida de los primeros rayos, cargamos nuestro Ford y enfilamos hacia Barbastro. Mucho tráfico de camiones hasta llegar a Lleida. Después, el tránsito se calma. Barbastro, Aínsa, cercanías de Laspuña. Imponente nos saluda la Peña Montañesa. Una carretera bellísima junto al río Bellós nos conduce a Nerín, nuestro destino. Nada más llegar saluda Pepe, veterano artesano de la talla que nos enseña su colección de utensilios de madera.
-Habéis tenido suerte, abrieron hoy la carretera, hubo algunos desprendimientos en días pasados- nos cuenta.
Nos sorprendió que en el camino tallado en roca que se abisma sobre el río Bellós, sólo se permita la circulación en un sentido. Nos sorprendió pero el Ford lo agradeció. Imponente desfiladero de Cambras. Algo atávico anuncia el desfiladero, un grito que puedo escuchar pero aún no atino a interpretar.
Nos recibe Ita, propietaria de Casa Francisco. Nerín es población apreciada por esquiadores en invierno y senderistas en verano.
-En los meses duros del invierno, sólo viven 9 personas- dice Ita. De hecho, Ita vive en Escalona, cerca de Aínsa, a 40 minutos de Nerín, en una zona mucho más poblada y de inviernos más llevaderos. Casa Francisco está situada en el meollo de casitas de piedra que forma Nerín. El conjunto es pintoresco, muy pirenaico. Tejados tradicionales de lasca, muros de piedra maciza y revoque. Casa Francisco tiene tres plantas: superior, ocupada por otros inquilinos; intermedia, donde nos alojamos, y la planta baja que acoge al recién llegado, donde Ita atesora una despensa de la que saca un bote de miel con el que nos obsequia. Pagamos el alquiler de seis días, nos aseamos, colocamos ropa, alimentos, nos vamos a conocer el pueblo y los alrededores. Quiero un mapa topográfico de la zona, le pregunto a Pepe, nos recomienda ir a Escalona o a Broto. Optamos por ir a Broto, el camino es menos tortuoso. Paramos en Fanlo, en Sarvisé, pueblos bellos, tallados en piedra arcana, donde es fácil imaginar una vida de refugio y retiro. Broto se parece a Aínsa, es una especie de centro comercial situado en el valle que ejerce de foco de atención de todos los pueblos colindantes. Se intuye una ajetreada vida en temporada de esquí. Muchos bares, tabernas con encanto rústico, tiendas de material de montaña. Compro un mapa Alpina, editorial en la que siempre caigo, cuyo nombre evoca el mundo de pioneros que soñé en las infancias. M adquiere algunos víveres más para nuestro refugio en Nerín. Mientras, en compañía de la inquieta Lucía, fotografío con la vieja Rollei 35 el portón desvencijado y los utensilios de poda de un vetusto huerto. Fotografío a mi pequeña hija junto a las hortalizas y pienso en Epicuro.
-¿Te gusta esa puerta?-
-Si, muchísimo; ¿es suyo el huerto?- pregunto
Carmen, mujer entrada en años, nos muestra orgullosa sus hortalizas; el gallinero, a su perro peludo. Lucía, cuya incontinencia verbal me ha metido en más de un lío, no para de dar conversación a la anciana. Carmen me habla de la crisis económica que azota al País, de las dificultades, de la importancia de los pequeños gestos cotidianos, de la piedra vieja, de las gallinas alimentadas en libertad, de sus ovejas que pastan en las montañas y a las que atiende cuando llegan los fríos.
-¿Matas a las gallinas?- pregunta Lucía.
-Si, para comerlas, hija-
Temo algún comentario de Lucía, pero afortunadamente la llegada de M nos ayuda a despedimos. Volveremos a Broto. Nos mojamos las manos en el río Ara antes de marchar, y visitamos la Iglesia Parroquial de San Pedro Apóstol. Veo de reojo en un escaparate, la colección de navajas Opinel.
7 de agosto
No he dormido demasiado bien. La cama de matrimonio es pequeña. Los años de convivencia nos han acostumbrado a dormir casi sin rozarnos; esta cama nos forzó a arremolinarnos toda la noche. M, además, tenía frío y colocó una pesada manta de lana que acabó por asfixiarme. A media noche fui a dormir al cuarto de la pequeña, en cama contigua individual.
A las 9 calcé las Brooks, me lavé la cara, cargué el bidón de bebida isotónica y me puse a trotar hacia la cima de Mondoto. La subida es dura, muy técnica. Por fortuna a esa hora el calor no aprieta. Mondoto (1957 m) ofrece una de las más espectaculares vistas de la zona, me ha asegurado Pepe.
-Desde Mondoto verás el cañón de Añisclo. No lo olvidarás-
-Allí arriba estás por encima del vuelo de los buitres- añade.
En mi subida adelanto a dos grupos de excursionistas que me miran perplejos. Dos parejas alemanas, una familia francesa. Me hace gracia la cara que ponen, entre resoplidos, cuando me ven saltar de piedra en piedra. Mi ritmo es lento, pero mucho más rápido que el de un senderista. Tardo una hora en subir a Mondoto. Las vistas me hielan la sangre. Los buitres leonados vuelan bajo mis pies, como predijo Pepe. No me atrevo a acercarme al acantilado. Veo en movimiento los estratos de la Loma de los Sestrales, conjunto montañoso que queda frente al abismo sobre el que me precipita mi tenue mareo ¿Efecto óptico, mágica orgánica, anuncio de desmayo? Desciendo feliz, saltando como una cabra, dejando que los pies se adapten al terreno, entre matojos espinosos que te hieren los tobillos.
Ducha rápida. Almuerzo fruta y cereales. Bebo en abundancia. M y Lucía están listas. Nos vamos de ruta. Siguiendo el GR-15 queremos llegar hasta la Villa de Sercué, descender al río Bellós y disfrutar del Cañón de Añisclo. El camino se hace pesado. Casi tres horas bajo el calor del mediodía. Lucía camina bien, a pesar de sus 6 años. En Sercué, a medio camino, sólo hay una casa habitada. Saludamos a los inquilinos. Fotografío la pintoresca iglesia y nos comemos los bocadillos en una sombra cercana. No hay muchas sombras en esta parte del GR-15. La bajada hasta el río es peligrosa, empinada, pero también uno de los senderos más bonitos que nunca vimos. No suelto a Lucía ni un momento, lo que ralentiza el descenso. En la base del acantilado, justo por dónde pasa el río, el paisaje se embrutece con la masiva presencia de turistas y senderistas de tartaleta y chancla. Parece un parque temático. El abarrotamiento soez llena el camino desde el puente de Sangons hasta la Ermita de San Úrbez. Un parking cercano facilita el acceso a los que quieren evitarse caminatas complicadas. Eso explica la masificación. Las gargantas de piedra precipitándose hacia el caudal nos embriagan a pesar del gentío. M y Lucía insisten en bañarse, pero el baño está prohibido en esta parte del río. Junto a un molino derruido, fuera de los límites del Parque Natural, hay una poza donde se permite el baño, nos indica un guarda forestal. Un grupo de barranquistas descienden con formas algo marciales saltando desde las rocas que rodean la poza.
-¡Venga, tírate, con dos cojones!- se gritan los unos a los otros. Un niño vestido con el preceptivo traje de neopreno y casco, se lanza desde una altura de cuatro metros al centro de la poza. Tras él, otros tantos barranquistas de fin de semana. Obedecen a su instructor, convencidos de no se qué “épica de piedra mojada y cojones”.
El agua está helada. Le sienta bien a nuestros pies fatigados. Hora y media de carrera, más tres horas de senderismo, es tute para los pies de un cuarentón. La única que se atreve a zambullirse es Lucía.
El guardia forestal nos aconseja el regreso a Nerín por la carretera asfaltada. Son siete kilómetros frente a las cuatro horas de regreso que supondría seguir los senderos. La subida es suave, la carretera apenas transitada. Descansamos a medio camino, en la fuente Canallera. Merendamos dados de fuet, pan, queso, cortados con mi cuchillo escandinavo. Subimos el último tramo hasta Nerín, por un atajo utilizado por pastores y vacas.
Nerín, al fin. Café, tertulia en la terraza del albergue. Miramos el mapa para rememorar lo andado. Dibujo acuarelas del atardecer. Duchas, cena. Nos retiramos agotadísimos. Ni la endiablada cama nos priva del sueño.
8 de agosto
Tranquilo desayuno en familia. Tostas con mantequilla y miel. Café con leche. Charla sobre la jornada vivida el día anterior. Algo pirenaico se nos mete dentro. Llamamos por teléfono a Marieta para que sepa que aunque no está, siempre está. Habla mucho rato con su hermana Lucía. Se echan de menos, se dedican alegrías y cariños.
No hay plan fijo, pero optamos por una jornada suave sin grandes caminatas. El Ford nos lleva a Torla. Desde allí parten los autobuses que conducen al Valle de Ordesa. El paso está cerrado a automóviles privados (sin duda, una inteligente y sostenible manera de aunar conservación del entorno y negocio). Camino de Torla, ahondamos en nuestro pireinismo incipiente. Nos imaginamos una vida por estos lares, acaso un refugio con chimenea donde retirarnos largas temporadas, una vida sencilla, dedicada al dibujo, a la lectura, al estudio de las costumbres populares, una vida con centro en los Pirineos pero llena de viajes.
En Torla todo está muy bien organizado. Desde primera hora de la mañana y hasta bien entrada la tarde, cada quince minutos un autobús sale camino de Ordesa. La carretera es estrecha, tortuosa, así que agradecemos que el paso esté vedado a los automóviles. Como los buses suben y bajan de Torla a Ordesa por la misma carretera, y hay tramos endiabladamente estrechos , los conductores se comunican con walkie-talkie. Los buses no se cruzan aleatoriamente, sino en lugares pactados. En cualquier otro tramo de la carretera uno de los buses acabaría despeñándose barranco abajo, para divertimento de los pasajeros del otro bus. Nos dejan en la pradera de Ordesa, junto a una especie de chiringuito de montaña con cafetería rústica incorporada, zona de picnic y preceptiva tienda de souvenirs. A pesar de que los automóviles no pueden llegar, la pradera está llena de familias. El ambiente es más turístico que alpinista. A la primera de cambio nos salimos de los senderos más populares y caminamos por un atajo que nos llevará hacia el Circo de Cotatuero. El mapa Alpina nos ha salvado de la masificación. El ascenso, duro y húmedo, atraviesa uno de los bosques más pintorescos que nunca vimos. En cualquier momento puede aparecer un Hobbit o Merlin, una horda de Orcos o Conan el Bárbaro. Cascadas, desfiladeros… helechos, musgo. Lucía, protestota, amenaza con boicotear el trekking. Le prometimos que, a diferencia del día anterior, esta iba a ser una jornada mucho más tranquila. Tras dura negociación, acepta el segundo día consecutivo de trekking. Nos sorprende la fuerza y tesón que tienen sus pieriecitas, con sólo seis años. Nos reponemos junto al río, remojando los pies. Sigo con mi particular performance ritual de beber las aguas libres del paisaje. M está preciosa. Tuesta al sol sus fuertes piernas y sonríe con picardía. Bosquejo una acuarela inspirado por las brechas rocosas del Circo de Cotatuero. El regreso a la pradera es alegre. Lucía y yo nos adelantamos, bajando al trote. Creo que Lucía tiene un don para la montaña y los deportes. Adelantamos a un grupo de senderistas equipadísimos con las últimas novedades del Decathlon. Café y bollo de chocolate en el chiringuito de la padrera. Autobús de regreso. Torla es villa muy turística pero no exenta de encanto. Bordas de piedra, callejones, tabernas, tiendas de material alpino…
El Ford nos lleva de regreso a Nerín, despacio, dibujando con el volante cada una de las curvas de nivel del paisaje. Cae la tarde cuando llegamos a Nerín. En un alberge cercano a nuestra casa rural, miramos los mapas, bebemos cerveza, asistimos al espectáculo azul que se ciñe sobre las piedras rosadas del desfiladero de Las Cambras y la Peña Montañesa.
Cena. Lucía quiere dormir con M. Siempre permitimos estas veleidades mamíferas. Hubiera preferido, por eso, desfallecer bajo la manta junto a M y sus preciosas piernas musculadas. Pero en la vida de un padre mamífero, no suele quedar demasiado espacio para arrumacos y humedades. Leo a Epicuro junto a la chimenea. “La conformidad es la mayor de todas las riquezas”.
9 de agosto
Estos días me traen al recuerdo el verano que pasé en el año 1999 en Tavascan. ¿Hay algo en común entre los habitantes de los pueblos pirenaicos? ¿Existe una identidad pirenaica? No sabría qué contestar. La hospitalidad del pirineo aragonés es alta, mayor de la que recuerdo en el pirineo leridano. Pero hay una especie de dureza común, una simplicidad en las formas, usos y maneras esenciales, algo que diferencia a los pirenaicos de otros pueblos. Es una sencillez en la que aprecio cierto secreto de longevidad y felicidad. “El habituarse a un género de vida sencillo y no suntuoso es un buen medio para rebosar de salud”, dice Epicuro.
En una guía que me prestan en el Alberge de Nerín, leo que en un pueblo llamado Tella hay una ruta de iglesias románicas, un museo dedicado a la brujería, incluso un dolmen megalítico. Conducimos el Ford camino de Tella. Nuestras vacaciones pirenaicas trazan ejes norte-sur, este-oeste, a la búsqueda de lo esencial de estos paisajes. Pasamos por Buerba, Gallisué, Puyarruego, Escalona. El Ford abandona la comarcal y enfila por la A-138. Llevo días conduciendo por carreteras secundarias tan sinuosas, que me perturba, de repente, poder pisar el acelerador. El Ford rompe el pacto tácito con los ritmos pirenaicos, me digo.
-¡Hacedme una foto, hacedme una foto!- exige vocinglera señora.
Mil turistas han decidido pasar su día en Tella. Maldecimos las autovías y carreteras que permiten el acceso a toda esta turba de turistas. Los niños gritan, las madres gritan, los padres se ausentan mirando buitres con los prismáticos. Viramos bruscamente. Volantazo, el Ford ruge acordes de retirada. Adiós Tella. Adiós carreteras rápidas. Le damos nueva oportunidad a la A-138 para que nos lleve a Bielsa ¡Por dios, cuánto engaño hay en esta autovía! Bielsa es la más fea de todas las villas del pirineo aragonés que hasta ahora hemos visitado. Restaurantes que exhiben sus menús de platos combinados en la entrada, arquitectura de paredes rebozadas, techos de Uralita, tiendas de souvenirs, rótulos de discoteca. Nada ayuda a nuestra percepción, el calor insoportable de este 9 de agosto. Nueva huída. La A-138 nos ayuda a huir de la A-138. Mis brujitas protestan, tienen hambre, tienen calor. Comemos en un hostal de carretera, en Escalona. Lucía traba amistad con Julia, la hija de seis años de la propietaria. Julia ha encontrado esta mañana un pajarito caído de nido. No vuela. Lo cuida dentro de una caja de zapatos. A Lucía le encanta el micromundo de esa caja. Dedal con agua; montoncito de alpiste, cama de hojitas. Se despide de Julia. Huimos de la A-138.
Hay una zona de baño en el río Bellós, cerca de Escalona. Paramos en el feo lugar para que las brujitas remojen su calor. Es el colofón a una mañana desperdiciada. Cuerpos feos, bañadores pasados de moda, culos caídos. Regresamos a Nerín. Me saben a gloria las curvas de la bellísima carretera junto al desfiladero de Las Cambras y los bosques del Valle de Vió. Los buitres que nos sobrevuelan.
El Ford nos deja en Nerín. Lucía corre a saludar a Pepe, el tallista. Hablamos con Él, con su mujer, con el amigo desdentado que se sienta todas las tardes a la entrada del taller del artesano. Saludamos a otros artesanos de la plaza (todos maestros de la talla de boj). Ducha rápida. Queremos tomar una cerveza en la terraza del Albergue de Nerín para ver caer el azul prusia sobre laderas de roca. La Peña Montañesa al fondo, cuadernos, acuarelas, la nada.
10 de agosto
Sarvisé. Segundo desayuno en Sarvisé, villa dedicada al turismo rural y las excursiones a caballo. Almorzamos en mesa de madera sobre césped. Hilo musical con canciones de Police. Mucho calor. Una ola de calor azota la Península, cuentan los periódicos. Supongo que los Pirineos es uno de los mejores sitios donde puede uno pasar un verano tan caluroso. Podríamos vivir siempre así, me dice M, en marcha, on the road, dejando que la carretera nos lleve. Suenan los Lynyrd Skynyrd, un caballo relincha, apuramos el café.
Broto. Visitamos la cascada de Sorrosal. Hay una vía ferrata que me encantaría ascender pero, ni llevamos equipo, ni las brujitas están por la labor. Temen que las engatuse y acabemos enzarzados en algún nuevo trekking o aventura alpina. A 36º C, las condiciones no propician caminatas. Nos acomodamos en una especie de zona de baño que hay junto al río Ara. La idea inicial era caminar suavemente por el PR-127 hasta Frajen. La guía de la Editorial Alpina destaca su “entorno bucólico con grandes selvas” y el río Sorrosal excavando un profundo cañón. Demasiado calor. La verdad es que es una gozada ver a Lucía zambullirse como nutria entre las rocas del Ara. Aunque refunfuño, acepto pasar las horas fuertes de calor con los pies en remojo. Busco sombra. Miro mapas. Viajo a través de las sentencias de Epicuro. No deja de ser curioso que de un filósofo tan prolífico, al que Diógenes Laercio atribuye más de 300 libros, sólo nos hayan llegado 50 páginas. Los editores actuales se ven obligados a largas introducciones y diatribas sobra la vida y milagros de Epicuro, siempre que intentan la publicación de sus “obras completas”. Le debemos a los ínfimos opúsculos de Diógenes Laercio y a las “sentencias vaticanas”, todo lo que nos ha llegado de Epicuro. Me parece encomiable que a pesar de lo escueto, 50 páginas puedan condensar todo lo relevante, toda la grandeza de este gigantesco pensador. Me gustaría ser capaz de decir algo tan enorme como lo dicho por Epicuro, y hacerlo, además, en sólo 50 páginas. Nos refugiados en el aire acondicionado del Ford y vamos a Frajen.
Frajen. La población nos deleita. Nobles piedras, prados salpicados de bordas, agua helada de sus fuentes. Caminamos, ahora si, por el sendero por el que debíamos haber subido desde Broto. Bajamos el PR-127. Una ermita prerrománica tosca y bella nos sale al paso, un bosque frondoso en este sendero sin senderistas, prados, suaves desniveles. Nos tumbamos en una pradera. Mis pulsiones de fauno se despiertan cuando me tumbo sobre la hierba. Me desnudaría y perseguiría ninfas, fornicaría entre abetos hasta caer rendido. Ofrecería mi piel a los elementos, me embriagaría con licores celtas. Pero las pulsiones se disipan en las caminatas familiares. No creo que mi hija pequeña entendiera que su padre trotara desnudo por los bosques con el falo erecto, agitando una copa en la mano, y bramando conjuros. A M, no le atraen tampoco mis veleidades fáunicas, ni ve en ellas el impulso dionisiaco que anida en un "artista de mi grandeza". Para M el sexo tiene coto, no es territorio para “creatividades“. Tumbado, huelo el bosque pirenaico, oigo la brisa de los dioses arcanos. Caminamos, de regreso, por senderos que sólo caminan pastores y acordamos con M, un largo maridaje con los Pirineos.
Broto. En Broto de nuevo, compramos pan rústico, llenamos el depósito del Ford de carísimo gasoil, y adquiero por fin una navaja Opinel. Hacía tiempo que quería una navaja Opinel, acero menor típico de las gentes del monte europeo. Opinel es marca francesa centenaria, cuchilleros de una de las más efectivas navajas de campo. Ruda, simple, extraordinariamente diseñada. Corte perfecto. Mi matrimonio con los Pirineos se consuma con la compra de una Opinel Nº 8. Navaja bolsillera que dicen siempre viajaba en los pantalones de Picasso. (En los siguientes meses, seré infiel a los cuchillos escandinavos. La Opinel, su certero corte, la ligereza, su sostenible belleza, acabará por seducirme)
Nerín. A las 8,15 llegamos a Nerín después de una buena dosis de curvas pirenaicas. Nos espera la última cerveza en la terraza del Albergue. Acuarelas, sombras cayendo sobre la Peña Montañesa. Les regalo a las amables gentes del Albergue una acuarela del valle, pintada con las habituales saturaciones de azul prusia. Adiós Añisclo. Se acaban nuestros días pirenaicos.
Noche de insomnio en Nerín. Leí por ahí que los insomnes solemos acabar desarrollando demencias seniles y alzheimers. Pero es que veo en la televisión de Aragón un reportaje que intenta hilvanar hilo conductor entre los filmes de Orson Welles y la pintura de Goya. No hay quien sostenga la tesis. Me desvelo.
11 de agosto
El Ford lleno de gasolina, preparado para el retorno. Nos despedimos de cuatro de los nueve habitantes de Nerín.
-El Pirineo me limpia- le digo a M. Asiente.
-Primero me vacía, luego me limpia- añado.
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