Performance 2: El exoesqueleto





































Performance 2. El Exoesqueleto.

Junio de 1998.
El procedimiento era sencillo. Amparado por las ganas de desmantelar mi encrucijada laboral, le pido a J, experto empacador, que me ayude a construir un tótem. Me debato entre los apetitos artísticos y mi trabajo como manipulador de obras de arte. Me daña la pequeñez de mi arte, la insignificancia que me obliga a trabajar en labores tan alejadas de los ensueños, descargando camiones repletos de cajas, embalando obras de arte de otros, montando exposiciones en museos de renombre, trabajando siempre en una trastienda, sin opciones a ocupar un puesto en el escaparate del arte. Durante dos horas largas J embala mi cuerpo de performer desvalido con cartón simple de doble canal. Permanecer lo más inmóvil posible propicia calambres en las piernas. Antes de que J pueda acabar de envasarme le pido que se detenga y abra el molde de cartón. Los calambres son insufribles. El exoesqueleto, por eso, está acabado.

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Hacia 1940 0 1941 redacta Salvador Dalí su poderosa Vida Secreta, sombra autobiográfica con la que vestir precozmente su fulgurante carrera artística. Un episodio resalta cada vez que uno relee este libro imprescindible. Me refiero a la extraña digresión sobre el terror que provocan en Dalí las langostas. “¡Asqueroso insecto! Horror, pesadilla, verdugo y alucinante locura de la vida de Salvador Dalí.”-escribe el pintor ampurdanés. Confiesa Dalí que a pesar de los treinta y siete años que tiene cuando redacta su psicobiografía, estos insectos que le provocan pavor desde la infancia, le siguen estremeciendo. Aunque no siempre había sido así, para desconcierto de sus mentores. Al principio le agradaban, como a todos los niños. Es un insecto al que resulta fácil perseguir, atrapar, torturar. El problema real parece surgir cuando el niño Salvador Dalí descubre el interior blando que aloja el esqueleto exterior. Hay algo en la blandez viscosa que aterra a Dalí.

Muy al principio de Vida Secreta, Dalí deja atónitos a los lectores con la narración de sus “recuerdos intrauterinos”. Allí explica que “el paraíso intrauterino tenía el color del infierno, es decir, rojo, anaranjado, amarillo y azulado, el color de las llamas, del fuego; sobretodo era blando…”. Quizás esa blandez sea sinónimo de fragilidad psicológica. Una fragilidad la del nonato que protege la cúpula materna, cascarón y amparo al tiempo. El niño uterino que es Salvador Dalí permanece al margen de la crueldad del exterior. Crueldad nada desdeñable si pensamos que alguien debió contarle a un Salvador Dalí todavía niño que antes que él hubo otro Salvador Dalí púber que murió prematuramente. Él vino a “sustituir” al primero, “como si hubiera sido concebido en la urgencia del dolor”, dice Ian Gibson. Nació nueve meses y diez días después de la muerte de su hermano. Sin embargo, Dalí maquilla ese dato en Vida Secreta al afirmar que tenía siete años, y no veintidós meses, su hermano fallecido. También afirma que esa muerte se produjo tres años antes de que Él naciera, y que su hermano de siete años había dado claros síntomas de precocidad y genialidad. Todo muy extraño. Gibson cree que Dalí juega al enredo con sus biógrafos, aunque todo indica a mi entender, que ese suceso prenatal marcó a fuego la psique del Salvador Dalí niño. Quizás tres años fueran los que tuviera Salvador cuando tomó conciencia de la foto de su hermano que colgaba encima de una cómoda en el dormitorio de sus padres; quizás siete años fueron los que tuvo cuando en alguna discusión con sus progenitores se le recordara que antes que Él hubo otro niño angelical de imperecedero recuerdo en la madre. No lo sé, pero siempre me dio por pensar que ese niño enclenque que fue Dalí necesitó crearse armaduras para protegerse de las blandeces de un pasado mal resuelto. Dalí nació para encubrir el duelo provocado por la muerte de un hermano, para sustituirlo. Y por eso también, le horrorizaba comprobar el contenido viscoso de los exoesqueletos, pues dentro del caparazón está la blandez. El tiempo siempre fue blando para Dalí, seguramente por que en el comienzo, antes de nacer, todo fuera blando, y del color del infierno, y rojo, anaranjado, amarillo y azulado, y sobretodo, blando. Antes del tiempo, hubo otro niño que también fue un poco Salvador Dalí. Como hubo un abuelo (Gal Joseph Salvador Dalí) que sufrió paranoia, y que terminó sus días suicidándose en un salto al vacío. Y el niño Salvador Dalí debió sentirse acosado por esa blandez del tiempo familiar que le condenaba antes de nacer. Blandos retrató los relojes de una de sus más famosas composiciones.

“Era total su repugnancia por las blandas espinacas, o por las ostras comidas sin concha”- me dijo en cierta ocasión el historiador y crítico de arte Ricard Mas. Pero le gustaban las hormigas aunque identificara al hormiguero con la herida; y le agradaban las armaduras medievales, y los blasones, y las cáscaras de huevo, y los pianos. Y su bigote era una máscara, un exoesqueleto con el que protegerse de las agresiones del exterior. De la misma manera que su excentricidad era un cobijo. Lo aclara precisamente cuando cuenta en sus memorias como el Salvador Dalí niño sale del entuerto que provocan los compañeros de clase al amenazarle constantemente con arrojarle langostas, aplastarlas en sus libros y libretas o esconderlas en su pupitre. Dalí inventa la “contralangosta”; corre la voz entre sus condiscípulos de que las pajaritas de papel blanco le asustan mucho más que las langostas. “Cuando veía una langosta, me esforzaba en reprimir la manifestación de mi temor. Pero cuando me mostraban una pajarita, lanzaba alaridos y simulaba ataques de locura…”. Esa estratagema, cuenta Dalí, tuvo inmenso éxito. Y de ser cierta, anuncia en el Dalí niño la artimaña que el Dalí adulto llevará a cabo a lo largo de toda su vida: la construcción de una personalidad exoesqueleto que cubra la frágil personalidad interior. Bigote y excentricidad como armadura. Para el psicoanalista lacaniano Luis-Salvador López Herrero, la redacción misma de Vida Secreta es en cierto modo un exoesqueleto, “hay que entenderla como la construcción de un personaje imaginario-el divino Dalí-, que, amparado y sostenido por una mujer y una obra, le va a permitir apaciguar su drama personal y acometer, mediante esa piel de textura delirante, el curso del nuevo mundo que se avecina”.

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Me gusta esconderse bajo el edredón nórdico, y que fuera, el tiempo, acontezca sin mi. Dicha confesión me obliga a examinar una rutina de muchas noches, en las que se protejo del exterior bajo ese caparazón espontáneo.  Es de suponer que el edredón es lo más parecido que a uno le queda de su madre, el resguardo uterino, la cueva origen. Algunas de las mejores noches de amor de mi vidafueron bajo ese palio, que amparando los cuerpos desnudos de los que se aman, los aisla del tiempo.

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Mi hermana R nació con la columna vertebral torcida. Eran los años 70 y la prescripción médica de aquel entonces aconsejó encerrarla seis meses en una carcasa de escayola que dejara al aire cabecita y extremidades. R fue tortuguita los primeros seis meses de vida. Yo tenía casi dos años. Supongo que no fue fácil que mis afectos entendieran por qué quedaba desplazado (crisis, por otra parte, que todos los hermanos sufren con la llegada de un nuevo miembro a la familia), ni porqué mis padres prestaban gran atención a aquella niña mitad tortuguita. Quizás por aquella experiencia soy proclive a los golpes y contusiones desde la infancia. Fui un niño siempre la cabeza magullada, las rodillas peladas, las piernas arañadas. Como si constatara que, a diferencia de mi hermana, yo tenía dentro la dureza de los huesos, y por fuera, una contracoraza de piel y blandez a la que poder lacerar.

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