Echar de menos a la Orca Ulyses

Me molesta que lean mis crónicas en clave personal, como si todo lo que escribiera fuera autobiográfico. Dice por ahí Hanif Kureishi que “escribir no es siempre tanto un reflejo de la experiencia como un sustituto”. A veces uno queda estancado en un recodo del presente. Nada avanza. No hay narración. Entonces le das vueltas al pasado, un lugar amorfo que puedes modelar como plastilina. Y ahí, en ese sitio blando, encuentras. Tiene sus peligros, claro está. Remover el pasado puede traer consecuencias inesperadas al presente. Viejos dolores, pasiones olvidadas, enigmas que pierden todo misterio, venenos que se reactivan. Pero dicen los viejos que ahí, en el pasado, está todo, fragmentado en ciclos que se repiten. Nos enamoramos, convivimos, tenemos hijos, bajamos al portal, salimos a cazar un trabajo, perdemos dinero, extraviamos ilusiones, nos separamos, se muere alguien querido, circula una brisa fresca, volvemos a empezar una y otra vez, hasta que llega el día en el que comprendemos que ya no quedan más que minutos.

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Eran los años 70’s y el Avi se acicalaba como un dandi para salir a pasear. Me encantaba su sombrero, el bastón, el chaleco bajo la americana, la gabardina. Caminaba despacio. No recuerdo de qué hablábamos. Bajábamos por Paseo de Gracia. En Barcelona no se va a los sitios, se “sube” o se “baja”. Merendábamos en la cafetería Plaza, en Plaza Catalunya. Chocolate, café, melindros. Luego regreso, subiendo despacito por donde habíamos bajado. El Avi era un gran señor, elegante, educadísimo. Siempre supo tener dinero aunque murió sin un chavo, sin patrimonios.

–Cuando la abuela le pedía dinero, salía de casa y en unas horas ya teníamos un fajo de billetes- comenta Padre. El Avi no tuvo nóminas ni contratos. Era un vendedor, viajante de comercio decían, un seductor capaz de gestionar cualquier venta. A Padre le quedó algo de esa impronta.

-El que sabe vender nunca pasa hambre- dice Padre a la primera de turno. -Vende el aspecto (por eso las corbatas, los trajes), vende el tono de voz, saber modular la conversación, la masculinidad, las manos cuidadas,…-

-Cuando hayas vendido algo, no sigas vendiéndolo. Hay que saber parar a tiempo-

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Mi juventud empezó con la muerte de Eduardo Benavente y acabó con el suicidio de Kurt Cobain. Eran los años 80’s y andaba dándole vueltas al futuro por aquel entonces. Me dijeron que nos íbamos de Madrid. Regresábamos a la Barcelona de las infancias remotas. Blanco, compañero de Colegio que me había grabado en una casete una treintena de canciones que escuchaba machaconamente a todas horas (en una cara temas de Paraíso, Kaka de Luxe, en la otra Alaska y Los Pegamoides, Derribos Arias, Sex Pistols, Nacha Pop, Joy Division…) me contó: -¡Eduardo Benavente ha muerto! Ha sido en accidente de coche. Todo el mundo decía que estaba muy mal, muy enganchado, que la cosa pintaba mal desde hacía tiempo-

El hermano de Blanco tocaba en un grupo, Los Desiertos, lo que nos hacía suponer que Blanco disponía de certeras informaciones, pues se codeaba con roqueros y bohemios. Unos días más tarde en “La Edad de Oro”,  Paloma Chamorro dedicó el programa a Eduardo y anunció que en la emisión de ese día veríamos la última actuación de su grupo Parálisis Permanente. Pálido, ojeroso, delgadísimo, bello, Eduardo cantaba que quería ser santa, beata, ir a Roma, ver al Papa. No había futuro.

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De repente eran los años 90’s y había pasado una década estúpida en la que no hice más que perder el tiempo. Quise ser pintor, pero bueno, de todo eso ya he hablado mil veces hasta el hartazgo. Ni pintor ni una mierda. Las borracheras ya no tenían gracia. Los días empezaban a ser cubistas. Nada de aquel entonces valió realmente la pena. Había que vivir para poder escuchar frases absurdas: “De todo se aprende”, “esfuérzate y llegarás”, “Te amaré siempre”, “tienes talento, ten paciencia”, …

Un adulto es alguien que ha tenido una infancia abrumadora, dice Kureishi. Pasé diez años pensando en los diez años anteriores. No había manera de sacudirse la grisalla. La juventud me la podría haber ahorrado. Me hubiera gustado sentarme en el sofá cochambroso de Kurt Cobain,  y sacarme de encima el olor a Teen Spirit.




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