Tom
Ayer apareció muerto. Hace días que no se ven gatos por las cercanías. Entre vecinos hemos comentado. Crece la creencia de que alguien los está envenenando. Ato cabos. Qué torpe he sido. La tos, los vómitos, la desaparición. La muerte. La veterinaria me dice que sin hacer autopsia no puede determinar el motivo real de la defunción. Pero claro, es un gato, sería excesivo. -En esta época siempre hay quien mata gatos, se meten en todas partes, y la gente se molesta-. Si lo incineramos, como indica la normativa, hay que llevarlo hasta el hospital veterinario de Cardedeu, a 20 kilómetros de Pueblo y pagar 60 euros. Excesivo también, comenta la veterinaria. En Pueblo todo el mundo se adentra en el bosque a enterrar a sus animales muertos. -Vigila, eso si, que no te vean los Mossos d’esquadra-.
Anochece. La policía no me ve. Llevo el cadáver de Tom en el maletero del coche. Conduzco por camino de tierra. Me siento protagonista de una pesadilla cómica. Una especie de film negro de serie B con Mister Bean de protagonista. Apago las luces del vehículo. Salgo del coche. Abro el maletero con sigilo. Saco el cadáver rígido del pobre Tom. Me adentro entre matojos. Deposito el cuerpo inerte. Lo cubro con hojas secas. Es probable que las alimañas de la noche celebren un festín con sus restos, me digo. Siento una punzada en el pecho. Regreso al coche, entre ofuscado y ridículo. Te ofrezco en sacrificio, pequeño Tom, a los Señores del bosque. Esta montaña que nos acoge no para de demandar. Es parte de su enseñanza. Adiós tomillo, gato rascapuertas, ovillo, peluso, querido. Adiós Tom, felino, amigo.
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